Luz y sal de la tierra



P. Adolfo Franco, S.J.

TIEMPO ORDINARIO
Domingo V

Mateo 5, 13-16

Jesús nos enseña la finalidad de nuestra vida: ser luz y sal para nuestro mundo.


Después de proclamar a sus oyentes las bienaventuranzas, el Señor nos dice que somos la luz del mundo y la sal de la tierra. Nos dice la inutilidad de la sal que pierde el sabor, y la inutilidad de la luz que no difunde sus rayos.

Es claro que el cristiano tiene una misión hacia los demás, y esa misión el Señor la expresa con esta metáfora de la sal y de la lámpara. Y esa misión tiene como destinatario el mundo que está a nuestro alrededor.

Por eso es necesario darnos cuenta de la falta de sabor y de la oscuridad de nuestro mundo, para saber cuál debe ser nuestra acción, nuestro esfuerzo, para dar al mundo lo que necesita en el momento actual.

En el momento actual el mundo ha perdido la referencia a Dios. Dios está ausente del mundo. Es verdad que quedan prácticas religiosas, que hay hombres de verdad religiosos; pero la cultura de nuestro mundo es una cultura secular: Dios no es la presencia continua, ni es la referencia de los asuntos fundamentales. Parece que los países que piensan que han avanzado más en la modernización, destierran la presencia de todo lo religioso, porque esto según ellos perjudica a la nación. Un mundo que viviera como si Dios no existiera, parecería entonces un mundo con menos problemas, y más armónico.

En los asuntos fundamentales que hoy se debaten: la familia, la vida, el progreso y el desarrollo; en todos estos asuntos Dios no tiene voz ni voto. El comportamiento de los hombres y de las sociedades está regido por el consenso, por la suscripción de tratados mutuos, por la declaración de los Derechos Humanos. Los Diez Mandamientos en cuanto que son el programa de Dios sobre el hombre, no son tomados en consideración. La vida y la muerte, la familia y los nacimientos, la hermandad entre las naciones, no se rigen por lo sagrado, por esas normas que salen del Corazón de Dios y que llamamos los Mandamientos.

Y cuando los comportamientos están regidos simplemente por los razonamientos humanos, se pierden las nociones fundamentales sobre el mismo hombre. La justicia es una meta por la que se suspira siempre, pero por la que nadie hace nada en serio; se promete mucho entre los países desarrollados ayudar a los pobres, pero en realidad se escatiman los recursos, eso cuando no se disfrazan los negocios internacionales, como ayuda a la reconstrucción. Cuando se tienen esas miras simplemente “humanas y razonables” y no se tiene en cuenta el carácter sagrado del mundo, se dedican muchos más recursos a la guerra y a las armas, que a la paz y a la ayuda de las emergencias.

Se piensa que una sociedad se ha modernizado, cuando se ha quitado alma al matrimonio (y simplemente se convierte en un hecho banal); cuando se intenta llamar matrimonio a cualquier tipo de relación entre cualquier tipo de personas. Se piensa que una sociedad se ha modernizado cuando se liberalizan las normas que rigen la vida y la muerte. Porque el hombre se considera dueño absoluto de la vida, del matrimonio, de la muerte, y no cae en la cuenta de que es un ser que todo lo ha recibido, y que hay un Dios que ha establecido un orden que es el que de verdad ayuda al hombre a vivir con dignidad. Cuando se quita el carácter sagrado del comportamiento humano, ya todo es posible, el asunto queda reducido entonces a encontrar razones para hacer lo que uno tiene en mente hacer.

Me parece que es éste un efecto grave de la secularización: el quitar al comportamiento humano el carácter sagrado que tiene; y por más que cerremos los ojos, se actúa (se quiera o no) siempre frente a Dios. Y Dios tiene que ser un interlocutor insustituible en todas las cosas fundamentales de nuestro mundo y de nuestra cultura.

Y volviendo a nuestra enseñanza del evangelio, en esas cosas tenemos que ser hoy día sal de la tierra y luz del mundo: testimoniando claramente que un mundo tejido en su cultura y en sus comportamientos sólo con tratados, convenciones, estadísticas y proclamas internacionales, es un mundo profundamente equivocado y destinado a perjudicar al hombre y su dignidad, por más que se piense que eso es el futuro, que eso es lo moderno. Llamar a eso progreso es un verdadero engaño, es un camino al fracaso.

Seamos luz del mundo y sal de la tierra: hay que proclamar la necesidad imperiosa de Dios y de que su voluntad, expresada en su Palabra, sea la que nos ayude a determinar los comportamientos individuales y sociales. Seremos sal de la tierra y luz del mundo, si proclamamos y hacemos patente la presencia de Dios.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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