Historia de la Salvación: 32° Parte - Cristo: Los misterios de su vida pública II



P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA


4. EL MISTERIO DE CRISTO

CONTINUACIÓN


H. El Seguimiento a Cristo

“Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”, Mt 16, 24-26. Mc 8, 34; 
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo tome su cruz cada día, y sígame... pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?”, Lc 9, 23-27.

H.1. Exigencias del seguimiento

  • Renuncia total: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará”, Mt 10, 37.
  • “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleva su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”, Lc 14, 26-27.
  • “Maestro te seguiré a donde quiera que vayas... las zorras tienen guaridas, las aves tiene  nidos, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza", Mt 8, 19-20.
  • “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre. Dícele Jesús: Sígueme, y deja que los muertos entierren a los muertos”, Mt 8 21-22.
  • “También otro le dijo: “te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa” Jesús le dijo: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios”, Lc 9, 61-62.
  • “El que no está conmigo está contra mí; el que conmigo no recoge desparrama”, Mt 12, 30.


H.2. Recompensas en el seguimiento

  • “Pedro, tomando la palabra dijo: “ya ves que lo hemos dejado todo y te hemos seguido: ¿qué recibiremos, pues? Jesús dijo: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna”, Mt 19, 27-29: Mc 10, 28-31, Lc 18, 28-30


H.3. Dinámica del Seguimiento de Jesucristo

a. Llamamiento: 

  • Mt 4, 18-20: “... vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés… y les dice: Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres...”, Mt 4, 18-20.
  • “...vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan... y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron”, Mt 4, 21-22.

b. Seguimiento: 

  • Mt 16, 24-26: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”.

c. Imitación: 

  • Mt 11, 28-30: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso en vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
  • Filp. 2, 5: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo”.

d. Identificación: 

  • Gal 2, 19b -20: “...con Cristo estoy crucificado; y ya nos soy yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
  • Filp. 1, 21: “pues para mí la vida es Cristo”.

e. Misión:

  • Jn 17, 18: “Como tú me has enviado, yo también los he enviado al mundo”.
  • Lc 9, 1-2: “Convocando a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades, y les envió a proclamar el reino de Dios y a curar”.
  • Mc 3, 13-14: “Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron junto a él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar”. 
  • Mt 10, 1, s.s: “Y llamando a sus doce discípulos, les dio el poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia”.





I.  Vocación de los Doce Apóstoles 

Uno de los sucesos más importantes y trascendentes de la vida pública de Jesús es el acto de elegir a los Doce Apóstoles. Mc 3, 13-l9; Mt 10, 1-4. En la vocación de los Doce, Jesús continúa lo empezado en el llamado de los primeros discípulos. Parece ser que de 72 discípulos, Mt 10, 1, Jesús eligió los Doce, por lo tanto la elección de los Doce fue iniciativa de Jesús y de la importancia de la elección nos habla cuando subraya el evangelista que Jesús se preparó toda la noche en oración con su Padre, Mc 6, 12-16: "Y eligió a los que quiso, y vinieron donde El. Instituyó a los Doce, para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar". Mc 3, 13-14. Podemos aclarar esta elección de esta manera:

  • “Eligió a los que quiso”,  (iniciativa divina)
  • “Vinieron donde él”,  (formaron comunidad apostólica)
  • “Instituyó a los Doce”,  (colegio apostólico)
  • “Para que estuvieran con él”,  (convivencia fraterna)
  • “Para enviarlos a predicar”,  (participación de su misión apostólica y salvífica). 

La vocación se hace de acuerdo a la voluntad del Padre y por encargo suyo; era el cumplimiento del decreto de la eterna economía salvífica de Dios. La elección no era capricho o pura casualidad sino disposición de Dios. Este pequeño círculo de discípulos fielmente entregados, que acompañan a Jesús continuamente, será iniciado en los misterios del Reino de Dios, Mc 4, 10 y educado en la escuela de Jesús para el apostolado.
Son los verdaderos parientes de Jesús, Mc 3, 34, y junto con un pequeño número de creyentes forman el "resto santo de Israel" que encuentra la salvación, y por ser este resto son también el núcleo de la Iglesia posterior y los portadores de su misión salvífica universal. Igualmente las profecías de la Pasión y las enseñanzas sobre el verdadero concepto del discipulado estuvieron reservadas a ellos, Mc 8, 31; 9, 30; 10, 32; Mt 10, 5-33. Sólo ellos pudieron celebrar con el Señor la Ultima Cena, Mc 14, 17. Finalmente fue el Espíritu Santo quien les abrió los ojos para ver la obra de Cristo y entender todas sus palabras.
Acerca del número de 12 tiene un simbolismo muy especial. Para los israelitas era especialmente santo por los 12 patriarcas y las 12 tribus que componen el pueblo elegido de Israel. Del tiempo mesiánico se esperaba justamente la restauración de las 12 tribus de Israel. Cuando Jesucristo elige a los doce implícitamente está diciendo que ha llegado el tiempo de nacer un Nuevo Pueblo, no según la carne, sino según el espíritu universal salvífico, el nuevo Israel, la Iglesia. Esto fue profetizado por Isaías y Jeremías. Así el nuevo pueblo nace del antiguo Israel y crece sobre él y lo trasciende; así resulta que en el Reino de Dios, los Doce se sentarán en 12 tronos para juzgar a las 12 tribus de Israel, Mt 19, 28.

J. Misión de los Doce Apóstoles

Hemos visto que la elección de los discípulos y la institución del grupo de los Doce Apóstoles son dos grados de creación del nuevo Pueblo de Dios. Apóstoles y discípulos son los seguidores de Cristo, y son en embrión la base de la que surgirá la Iglesia. Un grado más es la misión específica de los Doce por Jesús. Hemos visto en Mc 3, 13-14, que: "los llamó para que estuvieran con El", aspecto existencial y comunitario y "para enviarlos a predicar", aspecto apostólico de colaboradores directos en la proclamación de la Buena Nueva, Mt 10, 5, s.s. Tienen poderes especiales y específicos. Instrucciones concretas. Actitudes fraternales y apostólicas. Los instruye acerca de su comportamiento. Les advierte de los peligros. Les predice peligro y persecuciones. Les exhorta a que hablen en público y sin temor y que serán señal de contradicción,  Mt 10, 5 s.s.
Los Doce Apóstoles fueron elegidos por Cristo para que le acompañaran y para enviarles a predicar la Buena Nueva del Reino. Por lo tanto tenían la misión de representar a Cristo como el enviado del Padre. Cristo por ser el Enviado del Padre, tiene poder para confiar a los apóstoles una misión independiente y responsable, sin que por eso dejen de estar unidos a El. Según el principio semita oriental de que el enviado de una persona es como la persona misma a quien representa, Cristo envía a sus discípulos asegurándoles: "El que a vosotros os recibe, a Mí me recibe, y el que me recibe a Mí, recibe al que me envió", Mt 10, 40. S. Lucas dice en 10, 16: "Al que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros rechaza, a Mí me rechaza, y el que me rechaza a mí rechaza al que me envió". Aquí vemos que la representación concedida a los apóstoles está puesta en estrecha relación con la representación de Dios Padre concedida a su Hijo Jesucristo.
A los apóstoles les es concedida por las palabras de Cristo una autorización extraordinaria que viene del cielo y se orienta hacia el cielo. Basados en la propia autoridad del mismo Cristo son a su vez transmisores encargados y autorizados del Padre celestial. Por eso rechazar a un apóstol significa rechazar a Dios mismo. La relación entre mandante (enviado) y mandatario (el que envía) aparece clara, cuando Cristo dice: "No es el siervo mayor que su Señor, ni el enviado mayor que el que envía", Mt 10, 24; Jn 13, 16. Así pues, Cristo transmitió a sus enviados, a sus apóstoles, el poder único y pleno que El mismo tenía en cuanto enviado del Padre. Esto implicaba la autorización y obligación de proclamar el Reino de Dios y de vencer a los enemigos del Reino (demonios, enfermedades y muerte). Los apóstoles obran por autorización del mismo Cristo. Quien no está autorizado por El no puede pretender representarle.




K. Elección de Pedro. Fundamento del primado 

En la lectura de los Evangelios Simón Pedro fue preferido por Jesús a los demás apóstoles en distintas ocasiones. Esto es tanto más extraño cuanto que humanamente eran otros quienes estaban más cercanos a Jesús por parentesco humano, por otro lado Pedro no había demostrado ninguna cualidad especial para merecer la tal preferencia. El hecho de que Pedro obtuviera una duradera preferencia dentro del círculo de los apóstoles es un impenetrable misterio fundado en la libre sabiduría y designio de Dios, para el que no hay explicación posible.
En los evangelios Pedro aparece desde el principio como el que dirige la conversación, como el primero que habla, así: Mc 8, 29; Mt 18, 21; Lc 12, 41 En la lista de los apóstoles siempre es citado el primero Mc 3, 16-19; Mt 10, 1-4. Es Pedro quien quiere retener a Jesús cuando se escapa a la soledad. Lc 5, 1-11. Su importancia especial se expresa también en la fórmula "Pedro y los suyos", Lc 9, 32. Junto con Santiago y Juan pertenece al círculo de los más íntimos de Jesús, Mt 5, 37; 9, 2; 14, 33.
El pasaje más claro en el que se ve que Cristo distingue a Pedro con la preferencia del Primado es Mt 16, 13-20: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres "Cephas" = piedra", y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella".
Hay otros dos textos que confirman la vocación especial de Pedro sobre el grupo de los doce. Lc 22, 31-32: "Simón, Simón, mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos". Y en Jn 21, 15-17: "Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas más que éstos? Le dice él: Sí, Señor tú sabes que te quiero, Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas. Vuelve a decirle por segunda  vez... y por tercera vez... apacienta mis corderos".

L. Poder de Pedro y Misión 

El poder de Pedro es expresado con un triple símbolo:

  • Pedro es el fundamento firme de la Iglesia (Cephas = Piedra) 
  • El poder de las llaves. Símbolo de que Pedro representa en la tierra al Señor y propietario de la casa, a Cristo.
  • El poder de atar y desatar.

L.1. Pedro, fundamento de la Roca = Piedra
Volvemos, una vez más al texto de Mt 16, 13,-20. Pedro debe ser el fundamento rocoso de la Iglesia para que la Iglesia no sea vencida por las puertas del infierno. El primer grado de interpretación de lo que Cristo dice a Pedro consiste en atribuirle el papel de fundamento rocoso de la nueva comunidad querida por Cristo. Cristo usa el símbolo de edificar; quiere construir o edificar una Iglesia. Jn 2, 19; Mc 14, 58. Para que la edificación hecha por Cristo tenga duración y consistencia, para que sea sustraída a la ley de la caducidad su fundamento debe ser cimiento de "roca = piedra".

L.2. El poder de las llaves
Hemos dicho que las llaves son el símbolo de Pedro que representa en la tierra al Señor y propietario de la casa, a Cristo. Mediante la entrega de las llaves Pedro es constituido en plenipotenciario de Cristo. El que tiene las llaves tiene poder para disponer, tiene autoridad para permitir o prohibir la entrada. El administrador de la casa, el encargado de llaves debe decidir lo que está bien, lo que está permitido y lo que está prohibido conforme al orden establecido por Dios.

L.3. El poder atar y desatar
Lo que Cristo dice a Pedro bajo la imagen de atar y desatar lo dice también a todos los apóstoles en Mt 18. 18: "Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo". Sin embargo, hay que tener en cuenta que, según Mt 16, 18: "Y yo a mi vez te digo que tú eres "Cephas = Piedra"  Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...", se lo dice sólo a Pedro. Evidentemente a todos los apóstoles les compete lo que compete a Pedro, pero a Pedro le compete de manera especial. Tres cosas implica la expresión: "atar y desatar".

  • Excluir de la comunidad creyente o readmitir en ella 
  • Imponer una obligación o eximir de ella 
  • Declarar una cosa prohibida o permitida, según la circunstancias.

Cuando Pedro fue llamado como administrador de la casa de Dios, para ejercitar el poder disciplinar en la casa de Dios y mantener en ella el orden de vida, tenía que estar en situación de decidir lo conveniente y lo inconveniente al orden de la casa de Dios. El poder disciplinar tiene, por tanto, en su base el poder de enseñar. Por lo tanto podemos decir que la Iglesia es a la vez la casa, el órgano, manifestación e instrumento del Reino de Dios. Pedro tiene poder de excluir, admitir a esta comunidad, y admitir y excluir en la Iglesia es admitir y excluir en el Reino de Dios.

M. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas

Rasgo típico de su enseñanza. Por medio de ellas invita al banquete del Reino, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo; las palabras no bastan, hacen falta obras. Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra? ¿Qué hace con los talentos recibidos? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para «conocer los Misterios del Reino de los cielos» (Mt 13, 11). Para los que están «fuera», la enseñanza de las parábolas es algo enigmático.



N. Los milagros

Son signos sensibles que lleva a cabo Jesús y testimonian que el Padre le ha enviado a salvar a todo el género humano. Invitan a creer en Jesús. Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios.
Pero también pueden ser «ocasión de escándalo» (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios.
Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos;  no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás. «Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12, 28).
Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios. Anticipan la gran victoria de Jesús sobre «el príncipe de este mundo» (Jn 12, 31).  Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: «Dios reinó desde el madero de la Cruz».



O. Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor.
En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31).  Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle» (Lc 9, 35). Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para «entrar en su gloria» (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías.
La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios.  La nube indica la presencia del Espíritu Santo. En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el Bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro bautismo; la Transfiguración «es el sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección.  Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo.
La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios».

P. La subida de Jesús a Jerusalén

«Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9, 51). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección. Al dirigirse a Jerusalén dice: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33).
Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén. Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: « ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!» (Mt 23, 37b).
Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una vez más el deseo de su corazón: « ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19, 41-42).



Q. La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su padre» (Lc 1, 32). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación: ¡Hosanna!, quiere decir « ¡sálvanos!», « ¡Danos la salvación!».
Pues bien, el «Rey de la Gloria» (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad «montado en un asno» (Zac 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad.
Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños y los «pobres de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores. Su aclamación, «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el «Sanctus» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.


4.1.3.7. EL MISTERIO PASCUAL DE CRISTO
«JESUCRISTO PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE  CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO Y RESUCITÓ AL TERCER DÍA»

A. El proceso de Jesús

Decíamos que Jesús murió crucificado y su sacrificio fue designio divino de salvación y ofrecimiento voluntario de Sí mismo al Padre por nuestros pecados. Estamos en pleno comienzo de la Pascua de Cristo, es decir, el “paso” de este mundo al Padre. Cristo es el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. Él se ofreció como víctima propiciatoria al Padre a favor de los hombres.
Divisiones de las autoridades judías respecto a Jesús. Entre las autoridades religiosas de Jerusalén, no solamente el fariseo Nicodemo, o el notable José de Arimatea eran en secreto discípulos de Jesús  sino que durante mucho tiempo hubo disensiones a propósito de El hasta el punto de que en la misma víspera de su pasión, S. Juan pudo decir de ellos que «un buen número creyó en él», aunque de una manera muy imperfecta (Jn 12, 42).
Eso no tiene nada de extraño si se considera que al día siguiente de Pentecostés «multitud de sacerdotes iban aceptando la fe» (Hech 6, 7) y que «algunos de la secta de los fariseos... habían abrazado la fe» (Hech 15, 5) hasta el punto de que Santiago puede decir a S. Pablo que «miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley» (Hch 21, 20).

B. La muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación

B.1. «Jesús entregado según el preciso designio de Dios»
La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: «Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hech 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han «entregado a Jesús» (Hech 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de «predestinación» incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: «Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel, de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría habías predestinado» (Hech 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera para realizar su designio de salvación

B.2. «Muerto por nuestros pecados según las Escrituras»
Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo, el Justo» (Is 53, 11) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber «recibido» (1 Cor 15, 3) que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras».
La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente. Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús, luego a los propios apóstoles.

B.3. «Dios le hizo pecado por nosotros»
En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte.
Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo, la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado, «a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5, 21).
Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Sal 22, 2).   Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, «Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32) para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10).

C. Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados

El primer Adán en su soberbia “quiso ser como dios” desobedeció el mandato de Dios y pecó gravemente, con su pecado entró la muerte y la desgracia en todo el género humano. Cristo el nuevo Adán, es el Siervo de Yahveh que obedece al Padre y entrega su vida al Padre en favor de todo el género humano. Cristo ofrece en la cruz su vida libremente en favor de todo el género humano. Dios Padre se reconcilia con todo el género humano por medio de su hijo Jesucristo. Cristo con su muerte destruyó la malicia y la maldad del pecado y con su resurrección nos otorgó una nueva vida, a saber: la filiación divina.
Así, donde en Adán  hubo: soberbia, Cristo tuvo: la  humildad del Siervo de Yahveh. Donde hubo desobediencia de Adán, en Cristo hubo “obediencia hasta la muerte y muerte de cruz”. Donde en Adán hubo pecado Cristo nos otorgó la gracia de hijos de Dios. Con Adán entró la muerte, Cristo nos otorgó la verdadera vida

D. Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre

El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios, tu voluntad! ... En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hebr 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34).   El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).
Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: « ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27). «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz, antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19, 30), dice: «Tengo sed» (Jn 19, 28).

E. El cordero que quita el pecado del mundo»

Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7) y carga con el pecado de las multitudes, y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14). Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45)

F. Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1), porque «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres.
En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando El mismo se encamina hacia la muerte.

G. Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida

Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles, en «la noche en que fue entregado» (1 Cor 11, 23).   En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre, por la salvación de los hombres: «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). «Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).
La Eucaristía que instituyó en este momento será el «memorial» de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla.   Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: «Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad» (Jn 17, 19).

H. La agonía de Getsemaní

El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní haciéndose «obediente hasta la muerte» (Filp 2, 8). Jesús ora: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz...» (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado que es la causa de la muerte, pero sobre todo está asumida por la persona divina del «Príncipe de la Vida» (Hech 3, 15), de «el que vive» (Apoc 1, 18). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre, acepta su muerte como redentora para «llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero» (1 Petr 2, 24).




I. La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo

La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del «cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29) y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con El por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.

J. Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

«Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación», «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará». Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados.

K. En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

El «amor hasta el extremo» (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Cor 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos. «Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación», enseña el Concilio de Trento subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna» (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «Salve, oh cruz, única esperanza».

L. Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tim 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre». El «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual». El llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque El «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 Ptr 2, 21).   Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor. Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo.

M. Jesucristo fue sepultado

«Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos» (Hebr 2, 9). En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente «muriese por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3), sino también que «gustase la muerte», es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que El expiró en la Cruz y el momento en que resucitó.
Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba  manifiesta el gran reposo sabático de Dios después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz al universo entero, después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz al universo entero. La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasible de Cristo antes de Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma persona de «El que vive» que puede decir: «estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Apoc 1, 18).
Dios [el Hijo] no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de nuevo, uno con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser El mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en El la descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando El mismo el principio de reunión de las partes separadas.
Ya que el «Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte» (Hech 3, 15) es al mismo tiempo «el Viviente que ha resucitado», era necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte. Por el hecho de que en la muerte de Cristo el alma haya sido separada de la carne, la persona única no se encontró dividida en dos personas; porque el cuerpo y el alma de Cristo existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte, aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo.

N. «Sepultados con Cristo...»

El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida:   «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4).



O. Cristo descendió a los infiernos

En cuanto a la expresión "descendió a los infiernos", hay que entenderla de esta manera: "y descendió al lugar de los muertos", es decir, el "Scheol", con esta palabra hebrea, la teología del A T designaba el lugar donde descansaban las almas de todos los seres muertos desde Adán hasta el día del juicio final. ¿Qué le sucedió a Cristo en el intervalo comprendido entre la muerte (Viernes santo a mediodía) y la Resurrección (madrugada del domingo). Decimos en el Credo que Jesús descendió, después de su muerte, al infierno, o al lugar de los muertos. Ahora bien, con su cuerpo no pudo descender pues estaba en el sepulcro enterrado, luego tuvo que descender al lugar de los muertos con su alma unida a la divinidad de la Persona del Verbo.
¿Qué significa esta bajada de Cristo a los infiernos afirmada desde los orígenes? No hay duda de que quiere indicar lo que se produjo inmediatamente después de la muerte de Jesús, pero lo hace por medio de una representación gráfica que necesita interpretación. La situación personal de Cristo en el momento de la bajada a los infiernos está descrita en la Primera carta de S. Pedro: "pues, también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el arca, en la que unos pocos, ocho personas, fueron salvados a través de las aguas". l Petr 3, 18-20.
Tal como se le describe en este pasaje, Cristo se encuentra, por consiguiente, en el estado característico de la muerte; todavía no ha vencido a esa muerte en su carne, lo que se producirá cuando salga victorioso de la tumba. Por eso la mayor parte de los exegetas que, según el texto de Pedro, la bajada a los infiernos precedió a la Resurrección. Sobre el descenso de Cristo a los infiernos = "scheol", palabra hebrea que designa la estancia de los muertos. Esta doctrina de la Iglesia tiene un fundamento escriturístico referido a Cristo en Hech 2, 27: "... de que no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción". Este pasaje se sitúa en el contexto que pone de relieve la victoria de Cristo. Pablo dice en Col 1, 18: "primogénito de entre los muertos...", Rom 10, 6-7; Efes 4 8-10.
Y luego precisa que Cristo descendió, no al infierno como lugar definitivo de los condenados, sino al infierno donde los justos están retenidos: "Scheol", en hebreo = lugar de los muertos; "Hades", en griego = morada de los muertos, palabra o término empleado por la traducción de los LXX para traducir del hebreo la palabra "Scheol". Aunque Cristo no estuvo en el infierno de los condenados por su esencia divina, su acción irradió en él confundiendo a los condenados por su incredulidad y su malicia.
Así, pues, en su descenso a los infiernos, Cristo por la virtud de su pasión, libró a los justos, los cuáles no podían entrar en la vida de la gloria eterna a causa del pecado de Adán. Si las almas de los justos del Antiguo Testamento llegaron a la gloria celestial, fue gracias a los méritos de la pasión y muerte de Cristo. El descenso de Cristo a los infiernos fue como una acto de iluminación a fin de mostrar a las almas de los justos su poder salvífico visitándolos y derramando sobre ellos su luz. Por eso el descenso de Cristo a los infiernos está en estrecha conexión universalidad de la redención.
El valor de esta afirmación aparece inmediatamente: la bajada a los infiernos nos garantiza que Cristo ha conocido verdaderamente la muerte. Si no hubiera existido ese periodo intermedio, y si la Resurrección hubiera sucedido en el acto, al último suspiro de Jesús, se habría podido dudar de la realidad de su muerte. La bajada a los infiernos demuestra que el final de su vida no ha sido una especie de paso fugaz con el que simplemente habría rozado la muerte humana, y eso fue el límite extremo de su humillación.

P. La obra de Cristo en su descenso a los infiernos 

"Predicación" y liberación: ¿Cuáles son los "espíritus encarcelados" hacia los cuales Cristo se dirigió para predicarles?
Hasta ahora hemos supuesto que eran difuntos. Los espíritus encarcelados son, pues, las almas de los difuntos que en la tradición judía eran consideradas como el ejemplo de la incredulidad más obstinada, aquellas que habían resistido a la predicación de Noé antes del diluvio. Se encuentran en prisión, esto es, no solamente en la residencia de los muertos, sino también en las cadenas de su pecado de insubordinación, en una verdadera cautividad.
La prisión implica, en efecto, que no se encuentran simplemente en una situación de espera sino de una cierta punición. Su destino se describe y contrasta con el de las ocho personas que se salvaron del agua entre los contemporáneos del diluvio. Así pues, los "espíritus encarcelados" son las almas que, en el momento en que Cristo se dirige hacia ellos, parecen estar todavía bajo dominio de su culpabilidad.
Ahora bien, ¿la conversión no es algo imposible a unas almas que se encuentran en el más allá? ¿Hay que limitarse, pues, a la interpretación según la cual Cristo descendió a los infiernos para llevar a los justos la buena nueva de la salvación y liberarlos? A primera vista, esta interpretación parece expresar toda la fuerza del texto, pues éste habla de "predicación". Esa predicación no va dirigida a los justos, sino a culpables, a incrédulos obstinados. A pesar de todo, el  texto, tal y como se nos presenta, nos sugiere la idea de una conversión.
Conclusión: Para precisar el significado de la bajada de Cristo a los infiernos, hay que despojarla de la imagen con que se la representa: esta bajada significa que Cristo ha pasado verdaderamente por el estado de la muerte, estado de abajamiento en que el alma es separada del cuerpo. Sin embargo, según la primera epístola de Pedro, ese estado coincide con una vivificación espiritual: el alma de Cristo ha sido inmediatamente glorificada, y para la humanidad entera, esa glorificación, que se produjo en el instante de la muerte, es el acontecimiento capital, que comporta la concesión de la gloria celestial a todas las almas de los justos.
Para terminar, observemos que se puede plasmar el sentido de la bajada a los infiernos en el marco litúrgico, como un paso de la Pascua judía (Antigua Alianza)  a la fiesta cristiana de la Pascua de Cristo, (Nueva Alianza).  Cristo murió en el momento en que iba a comenzar la Pascua judía. Pascua que coincidía con el día sábado.
La Pascua era la fiesta de la liberación del pueblo judío, evocación de la gran liberación del pasado y promesa de la liberación futura; el sábado era símbolo de descanso final, el de la era mesiánica. En ese momento de la Pascua y del sábado, Cristo a proporcionado la liberación y el descanso mesiánico a todas las almas de la antigua economía.
De este modo Cristo dio cumplimiento, para ellas, a todas las promesas vinculadas a la Pascua y al día sábado. Una vez que terminaron esa Pascua y ese sábado, Cristo estableció, en virtud de su Resurrección corporal, una nueva Pascua y un nuevo Sábado para aquellos que viven en la tierra: fiesta de Pascua, domingo (día del Señor = Dominus), símbolo de la nueva era, de la liberación ya consumada y del descanso mesiánico, ya asegurado. Ahí se evidencia la última conexión entre la glorificación que sigue inmediatamente a la muerte, en una bajada a los infiernos que al mismo tiempo es una entrada en el cielo, y la glorificación corporal de Cristo.



Q. La Resurrección y el sentido de la Glorificación - Exaltación 

Al hablar del Misterio Pascual decíamos que éste tiene como dos tiempos:

  • La pasión y muerte de Cristo, es el aspecto kenótico - sacrificial, en el que Cristo se ofrece al Padre en la cruz como víctima propiciatoria en favor de la salvación de los hombres, 
  • La Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, es el aspecto triunfal y glorioso de Cristo como premio al cumplimiento, en obediencia de la voluntad del Padre.

El Padre con el poder del  Espíritu Santo lo resucita de entre los muertos, es glorificado y exaltado a la diestra de Dios Padre, Rom 1, 4; 8, 11.
S. Pablo lo explica de esta manera: "Y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de Cruz. Por lo cual le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todos los nombres, para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor (Kyrios) para gloria de Dios Padre", Fil 2, 8-11. Así se completa el ciclo del "paso" (Pascua), de Cristo de este mundo, a la gloria del Padre.
«Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús» (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:

R. El acontecimiento histórico y trascendente

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya S. Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» (1 Cor 15, 3-4). El apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco.


S. Las apariciones del Resucitado

Los Doce apóstoles no habían comprendido las predicciones  de la pasión muerte y resurrección que por tres veces  narran los sinópticos. Por esto la  muerte y sepultura de Jesús los había desconcertado y cegado, Mc 16, 14, Lc 24, 21-24. Ver el sepulcro vacío no les llevó a ninguna conclusión para convencerles de que había resucitado, antes prefirieron creer que había sido raptado su cadáver. Lc 24, 11. Sólo Juan al ver el sepulcro vacío y los lienzos sobre  la piedra "vio y creyó". Jn  20, 8.
Después del acontecimiento de la resurrección dan comienzo las "apariciones" de Jesús resucitado. En Hech 13, 31 se dice "que se apareció durante muchos días", no a todos, sino a los que habían convivido con El. Quien se aparece es, ciertamente, Jesús de Nazaret; los apóstoles lo ven y lo tocan, Lc 24, 36.40; Jn 20, 19. 29; comen con Él, Lc 24, 29. Y está presente entre ellos no como un fantasma sino con su propio cuerpo. Lc 24, 37. Jn 20, 20. Jesús repite entre ellos el gesto de partir el pan, lo cual permite que le reconozcan, Lc  24, 30, s.s.
Jesús con sus apariciones cumplió varias funciones importantes en favor de sus discípulos, con los apóstoles a la cabeza.

  • La primera función que Jesús confirma en la fe a los discípulos dándose a conocer (la aparición concreta en sí). 
  • La segunda, es el de consolar a los que estaban tristes por el "escándalo de la cruz". 
  • La tercera, es instruir a los que habían olvidado sus enseñanzas. Lc 24, 25-27. 
  • La cuarta, es unir  alrededor de El a los que habían sido dispersados por los acontecimientos del Viernes Santo. 
  • Finalmente, antes de subir al cielo los envía a predicar el evangelio.


De aquí se siguen los siguientes aspectos: Jesús con sus apariciones nos enseña cómo:

  • Infunde la fe a los que la han perdido
  • Consuela a los que están tristes y escandalizados por la cruz
  • Instruye a los que son ignorantes del Misterio Pascual
  • Une a los que andan dispersos porque ha desaparecido su Pastor.
  • Envía a sus apóstoles a evangelizar  todo el mundo.

Otro aspecto que podemos resaltar es la "delicadeza", la "atención" que Jesús Resucitado  tiene con sus discípulos débiles. Jesús sale al  encuentro de los suyos, de los que ama, tiene palabras de delicadeza y ternura, con María Magdalena, Jn 20, 15. "Le dice Jesús, Mujer, ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?, ella contestó...".
La aparición a las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado,  fueron las primeras en encontrar al Resucitado. Así ellas fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios apóstoles; La aparición a los discípulos "desolados" de Emaús, también sale a su encuentro: "y mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos", Lc 24, 15.
Sale también al encuentro de los Apóstoles en el cenáculo. Estos se asustan y Jesús con infinita paciencia y caridad les muestra los estigmas de las llagas de las manos y del costado, Lc 24, 36-43.
Finalmente la delicadeza que tiene con el Apóstol Tomás. Se aparece por segunda vez y Tomás presente y Jesús con bondad se dirige a Tomás y lo aproxima a sí y le hace tocar sus llagas, para que crea, y no sea incrédulo. Jn 20, 26-29.
También se le apareció a Pedro, aunque no sabemos cómo se realizó este encuentro. En todo ello Jesús se manifiesta con infinita sencillez y paciencia  a "los suyos", a los que le han seguido hasta el final. Jesús, el amigo fiel que no se olvida de los suyos.
Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos «testigos de la Resurrección de Cristo» son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles.

T. La Resurrección como acontecimiento trascendente, obra de la Santísima Trinidad

«¡Qué noche tan dichosa – se canta en la Pascua de la resurrección - sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!». En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo sino a sus discípulos, «a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo» (Hech 13, 31).
La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres Personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que «ha resucitado» (Hech 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente «Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1, 3-4). S. Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término). Por otra parte, él afirma explícitamente: «Doy mi vida, para recobrarla de nuevo... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17-18). «Creemos que Jesús murió y resucitó» (1 Tes 4, 14).

U. Sentido y alcance salvífico de la Resurrección 

«Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe» (1 Cor 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. S. Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en nosotros... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: "Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy"» (Hech 13, 32-33).
La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
Hay un doble aspecto en el Misterio Pascual:

  • Con su pasión y muerte nos libera del poder del pecado, 
  • Con su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. 

Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia.
Con la resurrección se realiza, se nos otorga la verdadera filiación divina, somos hechos verdaderamente hijos de Dios, porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado- es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» (Hebr 6, 5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina para que: “ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5, 15).



V.  La Ascensión de Cristo resucitado a los cielos 

Es un artículo de fe, que aparece en los símbolos más antiguos como parte esencial de la exaltación - glorificación de Cristo. En ella se expresa el señorío de Cristo sobre toda la creación, la plenitud de su vida y de su poder, es el Rey del Universo.
La Ascensión, en el símbolo de la fe, va unida a la expresión: "sentado a la derecha de Dios Padre, todopoderoso", en cuanto que participa de la soberanía y plenitud de Dios Padre, "que le ha entregado todo poder en el cielo y en la tierra”, Mt 28, 18.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Concilium, nº 5 dice: "La obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, que tuvo su preludio en las admirables gestas divinas obradas en el Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor, especialmente por medio del Misterio Pascual de  su santa Pasión, Resurrección, y gloriosa Ascensión, misterio con el que muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha devuelto la vida".
La Ascensión nos la describe S. Lucas en Hech 1, 9-14, y también Mc 16, 19. Los relatos de la Ascensión Mc 16, 19; Lc 24, 50-53, le dan particular relevancia en cuanto ligada a la última aparición del Resucitado, cerrándose así un período de convivencia y de instrucción con los apóstoles.
La Ascensión puede calificarse como la otra cara o la culminación aquí en la tierra del hecho de la Resurrección. A partir de ese momento Cristo estará para siempre ante el Padre intercediendo por nosotros los hombres y rogando por nuestra salvación. «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19).  El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos  y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria.
Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre» : Cristo. «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13).
«Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre..., sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24).
En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 25). Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros» (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.
Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre. Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada.
Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin».



4.1.4. PENTECOSTÉS

Pentecostés, (del griego: Pentekoste = quincuagésimo), es el nombre de la fiesta judía llamada "Fiesta de las Semanas". Esta fiesta recibe también el nombre de "Fiesta de la cosecha", Ex 23, 16, es la fiesta de “acción de gracias” por los frutos obtenidos en la siega del trigo y cebada, Ex 34, 22. Esta fiesta también es mencionada en Deut 16, 9-10, en donde se nos dice que esta fiesta de la cosecha debe celebrarse "siete semanas después" del comienzo de la recolección de la cebada (fiesta de los ázimos). Como todas las fiestas judías tenía un tono gozoso y aspecto de júbilo.
La ceremonia consistía en ofrecer dos panes con levadura hechos con la nueva harina de trigo. El empleo del pan sin levadura realizado al principio de la recolección cincuenta días antes (fiesta de los ázimos), había señalado un nuevo punto de partida; ahora cuando las cosechas ya habían sido completamente recogidas, se volvía a las costumbres habituales.
Para los cristianos la fiesta de Pentecostés también está llena de simbolismos soteriológicos. En efecto, a los 50 días de haberse ofrecido Cristo al Padre como víctima propiciatoria en favor de los hombres (pascua cristiana), pasados estos 50 días, Cristo, muerto y resucitado, ascendido y sentado a la derecha del Padre y junto con el Padre nos envían el Espíritu Santo como Abogado y defensor de la Nueva Alianza.
Pentecostés es la efusión visible del Espíritu Santo sobre aquellos que Jesús había dejado en la tierra para que continuaran su obra de redención, los apóstoles, con María a la cabeza, y los discípulos. Con la venida del Espíritu Santo queda instaurada aquí en la tierra la Iglesia como continuadora de la obra de redención hasta el final de los tiempos.
Pentecostés es el resultado del drama redentor y al mismo tiempo la inauguración de la vida de la Iglesia. El desarrollo de la comunidad cristiana hasta el fin del mundo no será otra cosa que la continuación de ese Pentecostés; esta continuación será la obra del Espíritu Santo que, habiendo formado la Iglesia y suscitado su primera expansión, no cesa de extender su irradiación en el mundo.

4.1.4.1. Relación de Resurrección y Pentecostés 

La vida nueva que Cristo ha recibido en su cuerpo en la Resurrección es la vida del Espíritu Santo. Recordemos la afirmación de S. Pablo: "Jesús ha sido constituido Hijo de Dios con (pleno) poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos", Rom 1, 4. Las palabras: "según el Espíritu de santidad", han sido entendidas de varias maneras, ya como referencia a la divinidad de Cristo, ya como designación del Espíritu Santo, ya como el elemento espiritual de la naturaleza humana de Jesús que ha recibido una nueva vida sobrenatural en la glorificación.
De todos modos, parece que la expresión implica una comunicación del Espíritu Santo a través de su glorificación. Es el Espíritu Santo el que, por así decirlo, ha suministrado la substancia de la que se hizo la Resurrección. Aún más significativas son otras declaraciones de S. Pablo sobre el mismo objeto: "fue hecho el primer hombre alma viviente. El último, espíritu que da vida",  l Cor 15, 45.  Aquí se subraya la distinción entre alma y espíritu. El alma es espiritual, lo es por naturaleza, y el primer hombre tenía en sí mismo ese elemento espiritual. Pero por "espíritu vivificante", S. Pablo entiende un elemento espiritual de orden superior; no la espiritualidad a nivel del alma humana, sino la espiritualidad a nivel del Espíritu Santo, espiritualidad comunicada ya al hombre escatológico que es Cristo en orden a vivificar a toda la humanidad. En el mismo sentido, S. Pablo afirma: "El Señor es Espíritu", 2 Cor 3, 17.
Con esto no pretende S. Pablo identificar la persona de Cristo y la persona del Espíritu Santo, sino que quiere decir que desde el punto de vista de la condición, Cristo posee en sí mismo la riqueza y energía del Espíritu Santo. El Señor esta "espiritualizado" en su naturaleza humana; todo el Espíritu, como todo el pleroma divino, se ha concentrado en esa naturaleza humana con el fin de difundirse.
La expresión: "espíritu vivificante", indica que Cristo resucitado comunica su nueva vida en calidad de espíritu. Es vivificante por el Espíritu Santo del que él mismo está penetrado. La efusión de vida será una efusión de Espíritu Santo; Pentecostés es, por lo tanto, complementario de la Resurrección, la culminación hacia la cual tendía la Resurrección, ya que la nueva vida no se le ha otorgado a Cristo sino en orden a una efusión de la misma humanidad para su salvación Se da una continuidad de acción del Espíritu Santo en la Resurrección y en Pentecostés.
La Resurrección tiene por primer autor al Padre, pero el Padre ha resucitado a su Hijo por medio del Espíritu Santo, y desde entonces el Padre nos da la vida de Cristo resucitado por medio del Espíritu Santo: "Si el Espíritu de Aquel (el Padre) que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros". Rom 8, 11.
Una consecuencia importante será que la Eucaristía, nutriéndonos con el cuerpo de Cristo y dándonos a beber su sangre, nos dará también como alimento y bebida del Espíritu Santo, pues se trata de un "alimento espiritual" y de "una bebida espiritual", 1 Cor 10, 3-4. El cuerpo glorioso de Cristo nos alimenta a través del Espíritu del que él mismo está henchido.
Otra consecuencia, todavía más general, será la equivalencia entre la vida de Cristo y la vida en el Espíritu Santo; entre la justificación o santificación en Cristo y la justificación o santificación en el Espíritu Santo; S. Pablo emplea ambas expresiones como sinónimas. La adhesión a Cristo es unidad de espíritu con El. 1 Cor 6, 17.

4.1.4.2. Ascensión y Pentecostés

Entre la Ascensión y Pentecostés el nexo es todavía más estrecho. Se trata, en efecto, de lo que podríamos llamar dos facetas de un mismo acontecimiento fundamental. La Ascensión es una partida, la partida definitiva de Cristo. Ahora bien, Cristo se va corporalmente a fin de venir espiritualmente: la venida de Cristo por medio del Espíritu Santo en Pentecostés es la contrapartida a la ocultación de su presencia corporal en la Ascensión. Hemos observado que esta venida del Hijo del hombre sobre las nubes había sido anunciada por los ángeles para explicar a los discípulos el sentido de la Ascensión. Hech 1, 11.
La Ascensión es también una elevación, la elevación celeste de Cristo que desde ahora está sentado a la derecha de Dios y recibe el poder absoluto sobre el Reino. Ahora bien, el poder atribuido a Cristo en el momento de la Ascensión no es sino el poder de dar el Espíritu Santo. Cuando S. Pablo afirma que Cristo ascendido al cielo "dio dones a los hombres", dones por los que en la Iglesia hay apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, doctores, no hay duda alguna que por tales dones entiende los carismas del Espíritu Santo.
El poder divino adquirido por Cristo ascendido al cielo es el poder de disponer del Espíritu Santo; por lo demás, debemos recordar la equivalencia establecida en el N T entre Espíritu y potencia de Dios. Disponer de la potencia divina es disponer del Espíritu Santo.
Hemos visto que el poder de Cristo ascendido al cielo era el poder de la Cabeza sobre el Cuerpo; ahora bien, Cristo da la vida al Cuerpo Místico por medio del Espíritu Santo, de tal manera que este ha sido llamado, por una tradición que refleja el eco fiel de la Escritura, alma del Cuerpo Místico.
La Ascensión no realiza, pues, su plena virtualidad sino en Pentecostés. Es la instauración de un Reino que no se establece sobre la tierra sino en el momento de Pentecostés, y Cristo no constituye el Cuerpo Místico, del que es la Cabeza, sino por medio de la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad de sus discípulos. En Pentecostés queda formalmente constituida la Iglesia.
Al preguntarle los discípulos cuando iba a establecer el Reino, Jesús les respondió que la tarea de la instauración del Reino les incumbía a ellos, con la energía divina que les llegaría de lo alto: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos..." Hech 1, 8. En la muerte de Cristo, la instauración del Reino de Dios se inaugura en el cielo por la Ascensión, pero en la tierra por medio de Pentecostés.

4.1.4.3. Pentecostés, fruto del sacrificio

En el evangelio de S. Juan, la escena de la lanzada se narra en razón de su significado simbólico. El evangelista no explica ese significado, se limita a mostrar que él atribuye una gran importancia al símbolo, ya que atestigua solemnemente la veracidad del testimonio. Ahora bien, en la sangre y en el agua que fluyen del costado traspasado de Cristo, Jn 19, 34, se debe reconocer la imagen de la efusión del Espíritu Santo que deriva del sacrificio. Si la alusión al bautismo y a la eucaristía es probable, es aún más cierto que el agua simboliza la gracia, la comunicación del Espíritu.
El diálogo con la samaritana, Jn 4, 4 y sobre todo, la declaración del Maestro con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos lo indican suficientemente. A propósito de esta última declaración: "de su seno brotarán ríos de agua viva", el evangelista añade su interpretación: Jesús "lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en El", Jn 7, 39.
Del cuerpo del Mesías debía salir abundante efusión del Espíritu Santo. Sin embargo ese cuerpo debía antes ser glorificado: "porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado". El episodio de la lanzada demuestra simbólicamente que la efusión del Espíritu Santo se obtiene con el sacrificio. En el momento en que, simbólicamente el sacrificio se consuma, el agua empieza a fluir. El cuerpo santificado de Cristo que, a los ojos de S. Juan, lleva en sí su glorificación, comienza a difundir simbólicamente el Espíritu Santo.
Algunos comentaristas han interpretado en el sentido del don del Espíritu y han afirmado en consecuencia un don del Espíritu Santo resultante del sacrificio de Cristo. La sangre que habla es el Espíritu que se difunde en virtud del sacrificio.  Se puede concluir que todo el fruto del sacrificio redentor ha sido recogido en Pentecostés. Mereciendo su glorificación Cristo ha merecido a los hombres la efusión del Espíritu Santo, efu¬sión por la que ellos reciben la salvación, la remisión de los pecados, y la santificación, todos los dones espirituales. Pentecostés es la fecundidad del sacrificio; si los discípulos quedaron "todos llenos del Espíritu Santo", Hech 2, 4, esa plenitud del don deriva de la plenitud del sacrificio ofrecido por Cristo al Padre, y manifiesta la plenitud de su glorificación.

4.1.4.4.  Valor soteriológico de Pentecostés como consumación de la Nueva Alianza

En la época inmediatamente anterior a Cristo, la fiesta de las Semanas o Pentecostés, no estaba sino relación con la alianza del Sinaí. En efecto, el libro de Jubileos considera esa fiesta como destinada a celebrar cada año la renovación de la alianza. Según los Jubileos, Dios había pedido a Moisés esa renovación, mediante la aspersión de sangre que se hacía sobre el pueblo; era una renovación, porque la Alianza del Sinaí perpetuaba las alianzas anteriores estipuladas con Noé y con los patriarcas. Sin embargo, el nexo entre Pentecostés y la Alianza, es todavía más profundo. En el A T  la alianza definitiva había sido anunciada como presencia del Espíritu de Dios en el pueblo.
Si el libro de Isaías profetiza que el espíritu de Yahvé reposará sobre el Mesías, Is 11, 1; 61, 1, contiene igualmente un oráculo que extiende a Israel esa presencia del espíritu de Yahvé: "en cuanto a mí, esta es la alianza con ellos, dice Yahvé. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia, dice Yahvé, desde ahora y para siempre", Is 59, 21.
El oráculo de Ezequiel es todavía más preciso, pues indica aún más en qué sentido la nueva alianza comportará la presencia del Espíritu. En efecto, el gran problema planteado por la alianza es el de la fidelidad del pueblo; en la nueva alianza, la fidelidad en cumplir todas las obligaciones de la alianza y la auténtica pertenencia del pueblo a Dios tendrán su garantía en el don definitivo del Espíritu de Dios: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios", Ez 36, 26-29.
Así, pues, la liberación del pecado, la purificación son el resultado de esa infusión de un "espíritu nuevo", espíritu de Dios comunicado a los hombres. Ese espíritu infundido en los corazones será el principio de la rectitud moral, y actuará de tal modo que el pueblo sea el pueblo de Dios. De esta manera se consuma "la nueva alianza" en la que según Jeremías, la ley divina queda ya inscrita en el fondo de los corazones. Jer 31, 31-33.
También S. Pablo caracteriza a la nueva alianza en base al Espíritu cuando habla de los apóstoles: "ministros de la nueva alianza, no la de la letra, sino del Espíritu", 2 Cor 3, 6. El apostolado es el "ministerio del Espíritu", 2 Cor 3, 8. El Espíritu es el que confiere a la nueva alianza su superioridad; la ausencia del Espíritu ha condenado a muerte a la antigua alianza (la del Sinaí), por eso "la letra mata, el Espíritu vivifica".
Es por consiguiente, en Pentecostés cuando se estrecha la verdadera y definitiva alianza, en ese momento Cristo glorioso reúne definitivamente a la humanidad con Dios infundiendo en el corazón de esa humanidad su Espíritu, el Espíritu Santo; este Espíritu asegura la sinceridad de la nueva Alianza, la íntima realidad de la pertenencia a Dios; asegura igualmente la fidelidad la inconmovible permanencia; pues la alianza está destinada a desplegarse en una unión cada vez más honda de los hombres con Dios.
Pentecostés representa el don supremo del amor divino, ya que por medio del Espíritu Santo, Dios se entrega a lo más íntimo del ser del hombre y viene a morar, no ya simplemente entre los hombres, como sucedió con la Encarnación, sino en el corazón de los hombres. Pentecostés consuma la Encarnación hasta en su aspiración suprema, su extensión a toda la humanidad. Por otra parte, Pentecostés suscita la entrega más sublime de los hombres a Dios, entrega sostenida y animada por el Espíritu Santo. El encuentro de estas dos donaciones, en su estadio más completo, constituye la Alianza perfecta, que era el objetivo de toda la obra redentora.

4.1.4.5. Pentecostés acontecimiento de misión

Ya Cristo resucitado, en las apariciones y con ocasión de la Ascensión, había asignado a las mujeres y a los discípulos una misión: su glorificación no podía significar un repliegue sobre el triunfo obtenido; debía ser el principio de una nueva acción en el mundo. El acontecimiento de Pentecostés demuestra que el Reino establecido por Cristo es un Reino esencialmente abierto y que, al igual que su fundador, la Iglesia no puede encerrarse en sí misma en el disfrute de la vida divina y de los dones divinos.
La comunidad queda formada espiritualmente en virtud de la venida del Espíritu Santo; ahora bien, es constituida por El en estado de misión, sin que se puedan distinguir dos momentos diferentes para la constitución y para la misión. La Iglesia nace con un dinamismo de expansión que le es esencial.
El contraste entre la comunidad agrupada toda ella en un solo lugar y la afluencia de gentes de todas las naciones, a las que se les debe dirigir el testimonio inmediatamente, subraya el impulso del Espíritu Santo hacia una misión universal. La primera profesión de fe de Pedro en Pentecostés, lejos de estar reservada a un reducido núcleo de creyentes, adopta la forma de una proclama a la muchedumbre y de una llamada general a la conversión.
Esta misión había sido anunciada por Jesús, que personalmente había insistido en su carácter universal, ya que a los discípulos que le hablaban en provecho de Israel, les dio como campo de operaciones la tierra entera hasta sus últimos confines, Hech 1, 6-8. Lo que es propio del  Espíritu Santo es poner en obra esa misión, darle un primer cumplimiento desde el mismo día de Pentecostés. El Espíritu Santo impulsa a los discípulos a dar testimonio y atrae hacia ellos a oyentes llegados de todas partes.
El símbolo de las "lenguas de fuego", Hech 2, 3, es característico: los que se han reunido para recibir el Espíritu Santo se hacen aptos para propagar el mensaje: se encuentran en circunstancias en las que deben dar testimonio, y para ello tienen capacidad, superior a toda aptitud humana. Además el Espíritu Santo hace comprender a cada oyente, en su propia lengua, el mensaje proclamado Hech 2, 8-11, de modo que el mismo asegura en cada uno de ellos la comprensión del mensaje. Aparece así con más claridad la naturaleza de la salvación que Jesús transmite por medio del Espíritu Santo. Se trata de una salvación comunitaria, ya que el don del Espíritu se confiere a la comunidad reunida, y de una salvación destinada a comunicarse al mundo a través de un testimonio cuya eficacia está asegurada.


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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