Homilía: 1º Domingo de Adviento (A)



P. José R. Martínez Galdeano, S.J.

Domingo 1º de Adviento (A)
Lecturas: Is 2,1-5; S.121; Ro 13,11-14; Mt 24,37-44


En este nuevo año litúrgico, que hoy comenzamos en la Iglesia, como indica esta corona de adviento con su vela encendida que corresponde a la primera semana, volveremos a recorrer todos los misterios de Cristo reviviéndolos en nuestros corazones, transformándonos según su modelo y capacitándonos para comunicar a quienes quieran abrir su corazón la vida y la alegría presentes en nuestros corazones.
La primera etapa de este recorrido es el adviento. Serán casi cuatro semanas de preparación para vivir la Navidad primera como la vivieron María y José, los pastores y todos aquellos a los que llegó la noticia de haber nacido en Belén el rey de los judíos prometido por los profetas, y la acogieron con fe, alegría y esperanza.

Ninguna de las lecturas de hoy fueron escritas para preparar esta primera celebración de la Navidad. Sin embargo de algún modo se parecen y el mensaje de Dios es válido para las llegadas de Cristo en múltiples ocasiones. La profecía de Isaías se cumplirá en Pentecostés, cuando gentes de partes muy distantes crean y se bauticen; a los cristianos de Roma dice  Pablo que ya les llegó la luz con el bautismo y que ahora vivan en la luz de las buenas obras pues Cristo va a llegar a juzgar sus vidas; y en el evangelio se exhorta a los discípulos, sobre la catástrofe de Jerusalén y la llegada de Jesús al fin del mundo, a que estén vigilantes, porque será de repente y no se sabrá cuándo: “Estén en vela porque no saben qué día” y “a la hora que menos lo piensen vendrá el Hijo del Hombre”. El término “velar”, así como el “vigilar”, significan en el nuevo testamento “orar”.

La Iglesia selecciona estas lecturas en este comienzo de preparación espiritual para vivir la próxima Navidad, porque espera que la gracia del Señor vuelva a hacerse sentir en toda ella y en cada uno de nosotros con la mayor abundancia. Un río caudaloso llena fácilmente de agua una gran cisterna, pero se saca poca agua con un pequeño balde. Por eso es muy importante que nosotros preparemos un espacio grande en nuestro corazón y así obtengamos en estas fiestas una gran abundancia de gracia. Pero el corazón se agranda para hacer sitio a Dios si se vacía de sí mismo, si deja de buscarse, si abandona sus pecados y tendencias egoístas.

Éste es el trabajo que hemos de realizar en estas semanas esperando a que el Señor venga. El centro de nuestra alegría y paz navideñas ha de ser Jesús, que nosotros recibamos la vida y el Espíritu de Jesús; y de este modo el don más importante, que transmitamos a los demás, debe ser también Jesús. Los pastores, que apenas tenían algo, se alegraron con la Navidad; Herodes, que lo tenía todo, concibió un miedo criminal. Por eso, para vaciarnos de nosotros mismos, en este tiempo la Iglesia nos invita a la penitencia y oración. Esto es lo que nos recuerda el color morado de la casulla en las misas y la luz creciente de las velas que semana a semana nos irán avisando  que el Señor está cada vez más cerca.
Porque nos puede pasar a nosotros lo mismo que a los judíos en tiempo de Jesús. Esperaban al Mesías,  iban semanalmente a la sinagoga, leían la Biblia, oraban incluso; pero, llegado el momento y pese a los milagros y la maravillosa predicación, no le recibieron.

¿Qué pasó? No aceptaron un Mesías que se limitase a salvarnos de los pecados, que muriese para ello en una cruz y que hablase de una Iglesia en la que judíos y no judíos formasen una comunidad donde no hubiera divisiones. Exigía para ellos un cambio de mentalidad y costumbres demasiado fuerte.
Todos los que estamos aquí, que hoy comenzamos nuestra preparación, aceptamos que hemos de cambiar. Para eso venimos a misa cada domingo, para eso nos confesamos y comulgamos con frecuencia, para eso escuchamos la Palabra.

Esta transformación no se hace meramente con nuestro propio esfuerzo, con nuestra mera buena voluntad o leyendo más páginas de la Biblia u otros libros. Este cambio necesita de la intervención de Dios en nuestros corazones. Como otras veces hemos dicho, no se puede comenzar ni proseguir ningún esfuerzo de conversión sin que Dios intervenga desde el principio. Así como un aparato eléctrico, para ponerse en marcha y luego proseguir su actividad, necesita que le llegue la corriente eléctrica y, si ésta falta, se detiene inmediatamente, así en el orden sobrenatural, que es el propio del cristiano, debemos estar alimentados continuamente con la gracia de Dios, que es la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

Pero como la gracia no se merece de ninguna manera, el único modo de conseguirla es el que nos indica el mismo Jesús: la oración humilde. Basados tanto en el ejemplo de los santos como en la enseñanza de la Iglesia, insistamos en la oración y en el sacrificio; porque la virtud exige sacrificio sobre todo la caridad; más aún exige humildad. Si están vigilantes, verán cuán frecuentes son las ocasiones que la vida normal, si ha de vivirse según el evangelio, no solo ofrece sino pide sacrificio, humildad, caridad y oración. Entonces tendremos un gran premio. Veremos a Jesús en cada uno y muy cercano, necesariamente todo lo que toquen se transfigurará, allí donde estén, sea la  familia, sea el trabajo, se notará que ha nacido el Señor.



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