Cristología II - 24° Parte: Interpretación cultual del sacrificio redentor de Cristo



P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



7. LA INTERPRETACIÓN CULTUAL DEL SACRIFICIO SEGÚN HEBREOS

La epístola a los Hebreos nos ofrece la reflexión más sistemática del N T sobre el sacrificio redentor de Cristo. El autor, explica este sacrificio situándolo en la perspectiva del culto judaico, demostrando que lo que había sido anunciado en figura en ese culto encuentra su realización y su verificación eficaz en el sacrificio de Cristo en la Cruz. La intención de la epístola es evidenciar la incomparable superioridad del culto y la religión cristiana sobre el culto y la religión judía cuyo centro era el Templo de Jerusalén


7.1. CRISTO SUMO SACERDOTE

Se habla de Cristo en la epístola a los Hebreos como "sacerdote" o "sumo sacerdote". Esto es una novedad, pues Jesús no se había aplicado a sí mismo semejante titulo ni se lo aplica tampoco ningún otro escrito del N T. Para evaluar esta novedad, baste recordar que en la Pasión fue el sumo sacerdote el que provocó la condena a muerte de Jesús. A lo largo del proceso, Jesús no intentó enfrentarse a ese sumo sacerdote reivindicando una cualidad del mismo género. Así pues, para dar a Jesús el titulo de "sumo sacerdote", era necesario situarse a un nivel superior al del sacerdocio judaico; y eso es lo que hace el autor de la epístola.

7.1.1. SACERDOCIO TRASCENDENTE

Cristo no está ligado  a un sacerdocio levítico: no es sacerdote según el orden de Aarón, Hebr. 7, 2, y no pertenece a la tribu de Leví (según la carne), él es de la tribu de Judá, ningún miembro de la cual estuvo consagrado al altar y de la que Moisés nada dijo a propósito del origen de los sacerdote. Es pues, sacerdote, de un género único. Este género lo califica el autor como: "sacerdote según el orden de Melquisedec".

Ya el mero hecho de haber escogido a Melquisedec como figura del sacerdocio de Cristo, indica la intención de sobrepasar los límites del sacerdocio judaico. Melquisedec no era judío y si se le pone en primer lugar, es para representar un sacerdocio más universal; este sacerdocio es anterior al sacerdocio judaico.

Además, en el episodio del Melquisedec narrado por el Génesis, el autor descubre un doble signo de la trascendencia del sacerdocio de Cristo. Por una parte, no se menciona la genealogía de  Melquisedec, ni su nacimiento, ni su muerte, de tal manera que el personaje aparece desvinculado de toda raza humana e incluso de la temporalidad de la existencia humana. Por ello, es "asemejado al Hijo de Dios", al sacerdote eterno, Hebr  7, 3. Por otra parte, es a Melquisedec a quien Abraham, el gran patriarca judío, paga el diezmo, y es de él de quien recibe la bendición: es el sacerdocio levítico el que por medio de Abraham, paga se diezmo, reconociendo la superioridad del sacerdocio de Melquisedec, y por consiguiente el sacerdocio de Jesús.

Poco importa que el sacerdocio del Génesis haya sido transfigurado por la exégesis del autor, ya que se le menciona tan sólo en cuanto imagen de Cristo. Señala así que, en el plan divino, el sacerdocio de Cristo dominaba ya sobre el sacerdocio de la Antigua Alianza. La proclamación: "Tú eres Sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec", significa la abrogación del sacerdocio levítico, basado esencialmente en la descendencia carnal, y su substitución por el sacerdocio inmortal de Cristo, Hebr 7, 15-19.

7.1.2. SACERDOCIO DEL HIJO ENCARNADO

Al pertenecer al orden de Melquisedec, ¿se puede decir que Cristo es sacerdote desde toda la eternidad? Una lectura rápida de algún otro pasaje  de la epístola podría sugerirlo. Se habla,  en efecto, de la dignidad sacerdotal como algo conexo a la dignidad de Hijo de Dios; el Padre ha conferido a Jesús ese doble título, pues: "De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar : "Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec", Hebr 5, 5-6.

De aquí se podría deducir, un tanto apresuradamente, que el Hijo de Dios posee en su misma cualidad de Hijo, un sacerdocio recibido del Padre. En consecuencia, sería sacerdote ya antes de la Encarnación, sacerdote "que no tiene comienzo de días ni fin de vida", Hebr 7, 3. Pero, la misma epístola contiene afirmaciones que descartan claramente esta interpretación. La epístola afirma que todo sumo sacerdote se "toma de entre los hombres", y da a entender la razón profunda de la necesidad de una naturaleza humana en el sacerdote: porque el sacerdote debe de obtener para los hombres el favor divino, Hebr 5, 1. Es tomado de entre los hombres para representar a los hombres delante de Dios. Su cualidad de "mediador" presupone en él que sea un ser humano. La cualidad de "mediador" está especialmente subrayada: Cristo es "mediador de una Nueva Alianza", Hebr 9, 15; 8 6. Cristo es "fiador" de una Alianza mejor que la primera Alianza (en el monte Sinaí, Moisés mediador entre Yahvé y el pueblo elegido).

Además, la función sacerdotal requiere esencialmente la "solidaridad" con los hombres. Cristo es un sumo sacerdote capaz de "compadecerse de nuestras flaquezas, probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado", Hebr 4, 15. Por el hecho de estar "envuelto en flaqueza", el sumo sacerdote puede "sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados", Hebr 5, 2. Una total solidaridad requiere la más completa encarnación: "tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser misericordioso y Sumo Sacerdote digno de confianza en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo", Hebr 2, 7. La participación en las flaquezas y en las pruebas de la existencia humana constituye, pues, un rasgo fundamental del sacerdocio. No cabe pensar en un ministerio sacerdotal que el Hijo haya ejercido con anterioridad a la encarnación. Si Cristo es actualmente sacerdote celeste, lo es sobre la base de la vida humana pasada en esta tierra y del sacrificio ofrecido en su carne humana. Este sacerdote "para siempre", sin haberlo sido siempre, ha llegado a ser sacerdote.

Así, pues, la doctrina de la Carta a los Hebreos no debe de originar perplejidad ninguna. Cristo es sacerdote no en virtud simplemente de su titulo de Hijo de Dios. Hay un elemento capital en la concepción del sacerdocio de Cristo: El sacerdote es mediador y sólo perteneciendo al género humano puede representar válidamente a los hombres. Sólo la Encarnación hace a Cristo capaz de una mediación sacerdotal. En el sacerdocio de Cristo es preciso reconocer la conveniencia existente entre la actitud eterna del Hijo, vuelto hacia el Padre en una donación de amor, y la actitud sacerdotal que adopta al venir al mundo. Así, pues, Cristo, por su actitud, ha adoptado, en su vida humana, una actitud que le pertenecía ya en virtud de su vida divina: volverse hacia Dios, hacia el Padre.

7.1.3. SACERDOCIO CELESTE

Según la Carta a los Hebreos, el sacerdocio de Cristo se ejerce en el cielo e incluso recibe su valor de su carácter celeste: "este es el punto capital que vamos a decir: que tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor, no por un hombre", Hebr 8, 1-2. Este santuario y esta tienda no son otra cosa sino el cielo, donde Cristo oficia como sacerdote. Esto tiene como resultado el que su ministerio sea eficaz: "Si Jesús estuviera en la tierra, añade el autor, ni siquiera sería sacerdote, habiendo ya quienes ofrezcan dones según la ley", Hebr 8, 4. Si su sacerdocio fuera terreno, habría que incluirlo en el marco del sacerdocio judaico, y no tendría sino una eficacia a titulo y  de figura, ya que el Templo y el culto de este mundo son tan solo la sombra y la figura del santuario y del culto celestes. Por estar Cristo en el cielo, su sacerdocio es verdadero y proporciona la salvación.

Los Salmos 2 y 110 aplicados a Cristo hacen coincidir la "generación" del Hijo y el "sacerdocio" del mismo: "Hijo mío eres Tú; yo te he engendrado hoy", y "Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec". Esta es la doctrina de la epístola a los Hebreos, corroborada por otra parte por el texto paulino según el cual el Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, ha sido "constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos", Rom. 1, 3-4. En su naturaleza humana, Cristo no poseía todavía todo el poder ni toda la irradiación gloriosa de su filiación divina. La "kénosis" o abajamiento de su vida terrena impedía que esa filiación se manifestara todo su esplendor y todos sus privilegios. Se podría expresar esta idea diciendo que la Encarnación del Hijo de Dios era todavía "revelación incompleta de su divinidad". La carne humana de Cristo no dejó traslucirse plenamente la filiación divina sino a partir de su glorificación y fue en ese momento cuando la Encarnación alcanzó la máxima expansión suprema. Desde ese instante, la carne se convirtió en expresión completa del poder divino del Hijo de Dios. La conexión establecida entre filiación y sacerdocio nos mueve en seguida a pensar que el sacerdocio supremo ha sido igualmente a Cristo en el momento de su glorificación. Esta es precisamente la idea de la epístola a los Hebreos, en consonancia con el valor atribuido al carácter celeste del sacerdocio de Jesús.

Las palabras del salmo 110: "Tú eres sacerdote para siempre", han sido dirigidas a Jesús en el momento de su entrada gloriosa en el cielo: al entra en el santuario celeste, como precursor de toda la humanidad, Jesús, "se ha convertido para siempre en sumo sacerdote según el orden de Melquisedec", Hebr 6, 20; 5, 6-10; 7, 17-21. La concesión de la suprema dignidad sacerdotal se deriva de la consumación del sacrificio: "aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec", Hebr, 5, 5-10.

Cristo entra, pues, en posesión de la plenitud de su sacerdocio en virtud de la glorificación, del mismo modo que, en su momento, entra en posesión de la plenitud de su filiación divina. La doctrina expuesta es coherente y muestra bajo una nueva luz la relación existente entre filiación divina y sacerdocio. La filiación divina existe desde toda la eternidad, a diferencia del sacerdocio; pero tanto el sacerdocio como la filiación divina alcanzan al mismo tiempo su plenitud de realidad en la naturaleza humana de Jesús cuando esta naturaleza es glorificada.

Que Cristo ejerce en el cielo su actividad sacerdotal es, sin duda, una idea fundamental de la epístola a los Hebreos. ¿Pero en qué consiste esa actividad? La oblación se realizó históricamente en la Pasión y muerte en el calvario, como oblación del sacrificio auténtico y definitivo de Cristo al Padre en favor de los hombres, Hebr 5, 7-10. A la vez la epístola afirma que la oblación del sacrificio de la cruz se consumó en el cielo, donde Cristo penetró para interceder por nosotros. Sugiere, pues, que Cristo en el cielo presenta al Padre el sacrificio ofrecido en la tierra para que nosotros podamos recibir sus beneficios.

En consecuencia, hasta cierto punto, se da una oblación sacerdotal del sacrificio en el cielo, pero esa oblación no tiene exactamente el mismo sentido que la oblación realizada en la tierra, que coincidió con la inmolación cruenta: puede significar, más bien, una presentación de la inmolación realizada para recoger los frutos. La oblación celeste viene a identificarse con la misma función intercesora de Cristo.

Ahora bien, según la epístola, es en esa actividad de "intercesión" donde se ejerce plenamente el sacerdocio. He ahí por qué el sacerdocio de Cristo se  ha fijado en el cielo y allí despliega su poder soberano. La intercesión sacerdotal debe su eficacia al estado glorioso de Cristo: "el Sumo Sacerdote que nos convenía, pues debía ser encumbrado por encima de los cielos", Hebr 7, 26.

Sin embargo, la actividad sacerdotal de Cristo no ha comenzado simplemente con su glorificación. Cristo ya había actuado como sumo sacerdote en su vida terrena, en el sentido de que había ofrecido aquí abajo su propio sacrificio. A partir de la Encarnación, tenía el poder de ofrecerse al Padre como víctima expiatoria. La epístola a los Hebreos nos muestra esa oblación inaugurada desde el comienzo de la vida terrena de Jesús: al entrar en el mundo, dice: "Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo... para hacer,  oh Dios,  tu voluntad!", Hebr 10, 5-7.

Además el autor de la epístola declara que el sumo sacerdote está instituido por Dios: "a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados", Hebr 5, 1. Y aplica enseguida este principio a Cristo, mostrando cómo su sacrificio ha sido una súplica sacerdotal dirigida a Dios, Hebr, 5, 7. De aquí se debe de concluir que antes de la concesión de la plenitud del sacerdocio, Cristo ha ejercido una actividad sacrificial que era ya de naturaleza sacerdotal e implicaba en él un poder sacerdotal.

El sacerdocio de Cristo se inició, pues, en la Encarnación, Hebr, 2, 7, pero simplemente como poder de ofrecer el sacrificio; se consumó este sacrificio en la glorificación, como poder de intercesión en favor de los hombres, en virtud del sacrificio ofrecido, y de una oblación que se perpetúa en su resultado. El autor considera el sacrificio de Cristo como una actividad de oblación, que aun siendo una inmolación realizada ya en la tierra, se consuma después en la gloria del cielo. El sacerdocio no es verdaderamente tal, sino cuando aprovecha a aquellos para los que ha sido instituido, y por consiguiente cuando, gracias al sacrificio consumado, Cristo intercede por los hombres y les otorga la salvación.

Como sacerdote, Cristo no es solamente el hombre del sacrificio, sino, en su sentido más completo, "el mediador de la nueva alianza", Hebr. 9,15, y todo el valor del sacrificio consiste en permitirle ejercer esa mediación. El sacerdocio se define a través de la mediación o intercesión, que se basa en el sacrificio. Conviene, pues, situarse en la perspectiva del autor de la carta en la que se considera el sacerdocio de Cristo como una mediación, así se comprende que, aun habiendo realizado una oblación sacerdotal en la tierra, Cristo sea integralmente sacerdote en el cielo, donde ejerce eficazmente su oficio sacerdotal y de mediador.


7.2. EL SACRIFICIO SACERDOTAL DE CRISTO. SACRIFICIO VERDADERO, ÚNICO Y EFICAZ

En la carta a los Hebreos se hace la comparación entre las dos economías del A.T y N.T. los sacrificios cruentos realizados en el Templo de los machos cabríos, o novillos, seguido de aspersión a los israelitas contaminados por el pecado en orden a la purificación de la carne; y el sacrifico cruento de Cristo en la cruz que es el que verdaderamente purifica y libra de los pecados de todo el género humano, así lo explicita Hebreos, 9, 14: "¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!". Así también lo corrobora Pablo, en su carta a Tito, 2, 13-14: "Aguardando la feliz esperanza y la manifestación del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, deseoso de bellas obras".

Los sacrificios del A.T. eran tan sólo una figura del único sacrificio del N.T. La ley judaica contenía simplemente una "sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas", Hbr 10, 1. Los sacerdotes "dan culto en lo que es sombra y figura de realidades celestiales", Hbr 8 5, y el santuario del culto judaico no pasa de ser una "imagen del santuario auténtico", que es el cielo, Hbr 9, 24. He aquí por qué los sacrificios judaicos no podían tener eficacia alguna: carecían de "poder para borrar los pecados", Hbr 10, 4, y eran incapaces de hacer perfectos a quienes querían acercarse a Dios, Hbr 10, 1. Su misma multiplicidad era ya indicio de su impotencia.

El sacrificio de Cristo no pertenece ya al orden de las figuras: Cristo murió en el auténtico santuario, penetrando en el cielo después de su oblación, Hebreos, 9, 14: "¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!". Este sacrificio verdadero es único, Hbr 10, 12: "Él (Cristo), por el contrario, habiendo ofrecido por os pecados un solo sacrificio, "se sentó a la derecha de Dios para siempre". Repitiendo que el sacrificio ha tenido lugar una "sola vez", el autor de la epístola pone bien de relieve el carácter histórico del sacrificio de Jesús, que se inserta en un momento dado en el desarrollo de la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo recalca su valor definitivo, que excluye toda otra repetición.

De una vez, el sacrificio de Cristo ha conseguido la eficacia de la que carecían los sacrificios judaicos, pues ha operado la remisión de los pecados, la santificación, y ha hecho perfectos a aquellos a quienes quería santificar, Hbr 10, 13-14: "Esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados". Jesucristo, con su muerte en la cruz  ha establecido una Nueva y definitiva Alianza.

Estas afirmaciones nos llevan a la siguiente conclusión: Si el sacrificio de Cristo es el único verdadero y el único eficaz, quiere decirse que es el único que ha podido santificar y salvar a los judíos. Por sí mismo el culto judaico no tenía valor definitivo alguno. Captamos aquí un principio esencial de la redención: los hombres son incapaces por sí mismos de alcanzar la remisión de sus pecados. Todos los gestos religiosos de los judíos, y con mayor razón los gestos religiosos de los demás hombres, menos privilegiados que aquellos que se beneficiaron de la revelación judaica, adolecen de una impotencia radical, y sólo adquieren valor en virtud del acto redentor único de Cristo.

Las religiones de la humanidad no han podido alcanzar a Dios sino en virtud del sacrificio de Jesús. Si el culto judaico no era sino una sombra del verdadero culto de Cristo, las demás religiones no tenían de suyo mayor consistencia. No han podido alcanzar realidades sino en la oblación única de Cristo.

Puede sorprender el punto radical de este punto de vista, si se considera el sacrificio de Cristo como la culminación de la historia religiosa del pueblo judío, cabría pensar que ese sacrificio es simplemente el final de lo que se había esbozado, y que unos sacrificios imperfectos se completan en virtud de una oblación absolutamente santa. Pero, no es así, a la luz de la Revelación, la perspectiva es diferente: los sacrificios anteriores no tenían de suyo ningún valor,  ni siquiera lograban la finalidad que se proponían. Esta finalidad no se alcanza sino mediante el sacrificio único de Cristo.

El estudio de la naturaleza del sacrificio debe de tener en cuenta esta perspectiva. Para comprender el sacrificio, se pueden, ciertamente, distinguir los elementos esenciales de los ritos sacrificiales en el judaísmo y en las demás religiones. Pero, si consideramos que esos ritos son tan sólo una sombra, habrá que buscar en el sacrificio de la cruz la realidad, propiamente dicha, del sacrificio. Históricamente, existieron en primer lugar los sacrificios paganos y judaicos, y después la inmolación del calvario. Pero, ontológicamente, el primero de todos es el sacrifico de Cristo, y los sacrificios de las demás religiones son tan solo una "copia" o "imagen" imperfecta del mismo. Por lo tanto, es en Cristo en quien hay que procurar ante todo captar el sentido profundo del sacrificio. Tan solo el sacrificio de Cristo es capaz de dar a conocer lo que es todo sacrificio, cualquiera que sea.


7.3. LA CRUZ, ACONTECIMIENTO DE "CARIDAD DIVINA"
                                                  
La cruz de Jesús no es un instrumento de castigo divino, sino un altar de propiciación, de reconciliación y de perdón. No es la ira punitiva de Dios la que se manifiesta en la desolada muerte en cruz de Jesús, sino su caridad sin límites, que perdona y reconcilia consigo a todo el mundo. Es verdad que el crucificado fue hecho “pecado por nosotros”, 2 Cor 5, 21, pero también es verdad que, permaneciendo santo e inocente, se convirtió en “sabiduría, justicia, santificación y redención”, 1 Cor 1, 30. La “palabra de la cruz”, 1 Cor 1,18: “pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan -–para nosotros – es fuerza de Dios”, 2, 2: “pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado”, y en 1 Cor 1,17: “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo”. Indica que “la cruz de Cristo”, se ha convertido de suplicio infamante en acontecimiento salvífico, que incluye un anuncio original de amor. La cruz es la teofanía del amor de Cristo, que ha aceptado libre y obedientemente su pasión antes de padecerla.

No se trata de un acontecimiento humano simplemente trágico sino de una concreta iniciativa salvífica del Hijo, que encarnándose “se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”, Filp. 2,8. La muerte de Jesús ha sido considerada por Juan como “exaltación” del Hijo, que mediante su sacrificio “glorifica” al Padre, Jn 3, 14b: “así tiene que ser elevado el Hijo del hombre para que todo el que crea en él tenga vida eterna”; Jn 8,28: “cuando hayáis levantado al Hijo del hombre entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo”, Jn12 32: “Y cuando sea elevado de la tierra atraeré a todos hacia mí”.

Los dos grandes momentos de la pasión, la agonía y la muerte en cruz expresan en realidad dos circunstancias significativas de intimidad filial de Cristo con el Padre. El “fiat” de Getsemaní es el acto supremo de libertad y de obediencia humana de la voluntad humana de Cristo aceptando la voluntad divina del Padre, Mt 26, 39: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero que no sea como yo quiero, sino como quieres tú. E igualmente el grito de Cristo en la cruz y la entrega final del Hijo en manos del Padre: Lc 23, 46 “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. En Lucas esta última expresión del Jesús histórico recuerda la primera palabra suya que se conoce de niño, que se refiere también al Padre Lc 2, 39: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?.

Se trata de los dos polos extremos de la existencia consciente y atestiguada de Jesús que, iluminándose mutuamente, subrayan la intimidad de la entrega y la caridad del Hijo en relación con el Padre, sobre todo en los momentos decisivos de su acontecimiento salvífico. Siendo distintas las perspectivas, toda la teología neotestamentaria es una meditación inspirada de la muerte en cruz de Jesús como manifestación del “amor” y del “poder de Dios”; “para los que se salvan”, 1 Cor 1, 18: “pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan -–para nosotros – es fuerza de Dios”.


7.4. LA MUERTE DE JESÚS COMO "REDENCIÓN"

Hay muchos significados de la muerte de Jesús que han sido explicitados en la Escritura, en la Tradición patrística y en la reflexión teológica. Vamos a ilustrar sintéticamente solamente algunos más importantes:

Al describir e interpretar la existencia mesiánica de Jesucristo y sobre  todo su pasión y muerte, el Nuevo Testamento emplea, entre otras, la categoría de “redención – rescate”, como precio para obtener la liberación. En la relación Dios - hombre este precio no tiene un contenido monetario, sino que intenta subrayar de una manera llamativa tanto la situación del pueblo pecador en general y de cada pecador en particular como el correspondiente compromiso “costoso” del gesto de Dios “redentor – liberador”.

En el Nuevo Testamento la muerte de Jesús es considerada como “lytron” = rescate”. En efecto, el Hijo del hombre ha venido en  Mc 10, 45: “para servir y dar su vida en rescate por muchos”. El “servicio” de Jesús, Lc 22,27: “yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”, consiste en dar la vida como “rescate por todos”. En este contexto semítico la palabra “rescate” presenta la pasión de Cristo como “expiación”. Por eso, en este pasaje se puede captar el testimonio del mismo Jesús terreno sobre el significado expiatorio de su muerte.

Un texto paulino importante emplea con el mismo significado de “rescate”: 1 Tim 2, 6: “Uno solo es Dios y uno solo el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos”. En la carta a Tito, 2, 24: S. Pablo habla de Jesucristo que “se ha entregado por nosotros, para rescatarnos de toda iniquidad y formarse un pueblo puro que le pertenezca, celoso de las buenas obras”.  S. Pedro en su primera carta, 1 Petr 1, 1-19 dice: “Sabéis con qué habéis sido liberados de la conducta heredada de vuestros padres: no con un precio corruptible, con oro o con plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha”. Este mismo concepto se expresa con el sustantivo “lytrosis” = redención. Cristo sumo sacerdote, “entró una vez para siempre en el santuario, pero no con sangre de machos cabríos y de toros, sino con su propia sangre, después de haber obtenido la redención eterna”, Hebr 9, 12.

Con razón, S. Pablo puede identificar a Jesús con la “redención” misma: Cristo Jesús “se ha hecho por nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención”, 1 Cor 1, 30. Por tanto, la redención de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, fundamenta su eficacia en la propia muerte, que es liberación de la humanidad entera de todo pecado y de toda iniquidad.


7.5. LA MUERTE DE JESÚS COMO "EXPIACIÓN"

La epístola a los Hebreos nos ofrece la reflexión más sistemática del N T sobre el sacrificio redentor de Cristo. El autor, explica este sacrificio situándolo en la perspectiva del culto judaico, demostrando que lo que había sido anunciado en figura en ese culto encuentra su realización y su verificación eficaz en el sacrificio de Cristo en la Cruz. La intención de la epístola es evidenciar la incomparable superioridad del culto y la religión cristiana sobre el culto y la religión judía cuyo centro era el Templo de Jerusalén.

Por eso en la Carta a los Hebreos vemos cómo explica este proceso de expiación, como salvación, cuando dice en Hebr 2, 9b-10: “Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por sus pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación”.


7.6. EL SACRIFICIO EXPIATORIO DE CRISTO. ANALOGÍA CON EL SACRIFICIO JUDAICO DE EXPIACIÓN

La carta a los Hebreos no considera el sacrificio de Cristo como un simple sacrificio de adoración o un sacrificio de comunión. Lo explica como un sacrificio expiatorio, ofrecido al Padre para la remisión del pecado de los hombres.

El sacerdocio de Cristo está caracterizado por la misión expiatoria: "Tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser Sumo Sacerdote misericordioso y digno de confianza en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo", Hbr 2, 17. Esta íntima relación entre el sacerdocio y la expiación de los pecados se observa también en definición del sacerdote en Hbr 5, 1, ya que el sacerdote debe de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Se podrá observar que no solamente el sacerdocio, sino la misma Encarnación tiene como finalidad garantizar el cumplimiento de esta función expiadora.

Cristo se ha hecho semejante en todo a sus hermanos, para poder ayudarles por la solidaridad que le une a ellos, y poder expiar sus pecados en base a esa solidaridad. Por otra parte, la función expiatoria lleva consigo un poder más profundo de intercesión, Hbr 2, 18: "Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados". Aquí se manifiesta el vínculo existente entre el sufrimiento de expiación y la capacidad de intercesión, vínculo entre dos aspectos de la actividad sacerdotal, a saber: sacrificio y mediación.

En la carta a los Hebreos se insiste bastante en la asimilación del sacrificio de Cristo al cuadro cultual del sacrificio expiatorio. En efecto, la oblación que Cristo hace de su propia sangre es comparada al gesto que realiza el sumo sacerdote en la fiesta de Expiación (Yon Kippur): así como el sumo sacerdote de la antigua alianza entra en el santuario para rociar el "propiciatorio" con la sangre de las víctimas animales, para obtener el perdón de los pecados del pueblo elegido, Cristo  entró con su propia sangre en el santuario del cielo (glorificación) y allí ha obtenido una "redención eterna", Hebr 9,12. Así pues, el sacrificio de Cristo es asimilado al más solemne y válido de todos los sacrificios expiatorios.


7.7. AMPLIACIÓN DE LA NOCIÓN DE SACRIFICIO EXPIATORIO

Haciendo resaltar las sorprendentes analogías que se dan entre el sacrificio de Cristo y el sacrificio del sumo sacerdote en el día de la Expiación, la carta a los Hebreos menciona unas características que dan la máxima amplitud a la noción de sacrificio expiatorio. Se refieren al mismo tiempo tanto al objetivo intentado como a la modalidad de la acción.

a. Objetivo intentado
El sacrificio de Cristo sobrepasa la mera remisión de los pecados, ya que la carta declara que el efecto de este sacrificio no solamente es la remisión de los pecados sino que además obtiene la santificación de los hombres, y es una santificación completa, pues hace perfectos a los santificados (verdaderos hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina).
El resultado, por lo tanto, no es simplemente negativo: "borrar los pecados", Hebr, 9,26, sino que también otorga santidad y perfección, lo que supera con mucho la estricta purificación de los sacrificios de la "antigua alianza". Este objetivo más amplio se expresa bien en el establecimiento de la "nueva alianza". "Por eso es mediador de una Nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida", Hebr, 9, 15. La herencia eterna consiste en los bienes que pertenecen a Dios y que El quiere comunicar a los hombres, según su promesa. El establecimiento de la nueva alianza, por medio del sacrificio, garantiza esa concesión de los bienes divinos a la humanidad.

b. Modalidad de la acción
No se reduce a un automatismo ritual. La epístola adopta ciertamente un principio del A.T. según el cual "sin efusión de sangre no hay remisión de los pecados", Hebr 9, 22. Este principio se cumple en la obra realizada por Cristo. Pero de aquí no se podría sacar la conclusión de que la purificación obtenida por Jesús se debe únicamente al hecho material de la efusión de sangre. Esto es tan sólo un aspecto exterior.
La epístola precisa, por otra parte, que la razón de la eficacia del sacrificio es de orden espiritual. Es la sangre la que purifica nuestra conciencia, pero es la sangre de aquel "que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios", Hebr 9, 14. Así pues, el valor de la inmolación no se deriva propiamente de su aspecto cruento, sino de la oblación de sí mismo: Cristo se ha presentado a Dios, y la efusión de sangre manifestaba esa oblación. En lugar de una víctima sin tacha material, Cristo se ofrece como víctima santa, sin la menor tacha moral. Además, esa oblación de Cristo es presentada al Padre por el Espíritu Eterno, y por lo tanto de un modo esencialmente espiritual y definitivo.


7.8. LAS DISPOSICIONES PERSONALES DE CRISTO Y LA FUNCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

El aspecto personal del modo como se realiza el sacrificio se subraya de tal manera que éste es considerado como una súplica que ha sido escuchada: "El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia ...", Hebr 5, 7-8.

El valor del sacrificio expiatorio se cifra en la disposición íntima, de tal forma que el sacrificio se convierte hasta cierto punto en una plegaria más viva que se eleva hacia Dios como un clamor de sufrimiento. Al final, sacrificio y plegaria se funden, como expiación e intercesión.

El sacrificio se muestra  a sí mismo como la plegaria suprema, una plegaria de todo el ser. Esta plegaria no es tan solo de adoración; es también plegaria de petición, ya que va dirigida a obtener la salvación. La íntima disposición que anima esa petición y asegura su éxito, es la de la "piedad"; esta piedad adopta una forma peculiar, la de la obediencia en el sufrimiento. Que esta obediencia es la característica singular y decisiva de la oblación de Cristo, nos lo confirman las palabras de 10, 9: "He aquí que vengo a hacer tu voluntad".

Lo que distingue al sacrificio de Cristo de aquellos otros que, en el AT, no fueron gratos a Dios, es el ser, en Cristo, pura expresión de una obediencia integral. Esta obediencia nos recuerda las palabras de Pablo en Filp 2, 6: "se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz". De esta manera la obediencia es el factor que hace grato y eficaz el sacrificio.

Además de la disposición de ánimo de Jesús, otro elemento espiritual del sacrificio asegura el resultado final: el Espíritu Eterno mediante el cual se realiza la oblación. Es el Espíritu que justifica la "redención eterna" alcanzada por Cristo, de una vez por todas. Es el sacerdocio eterno que se le reconoce cuando hace su entrada en el cielo.

La intervención del Espíritu Santo arroja una luz abismal sobre la profundidad del sacrificio expiatorio de Jesús. El sacrificio, mediante el cual Cristo se hace solidario de la humanidad, está inserto en el misterio de la Trinidad: la oblación del Hijo llega al Padre por medio del Espíritu Santo.

Este hace llegar al Padre el homenaje obediencial de Jesús. El modo de acción del sacrificio, el fundamento de su eficacia, no es, pues, tan sólo espiritual, sino divino. Una elevación divina caracterizaba ya, como hemos visto, al sacerdocio de Cristo, ya que la filiación eterna constituía un elemento primordial y previo de ese sacerdocio. La misma elevación debía también caracterizar al sacrificio sacerdotal de Cristo.


7.9. CONCLUSIÓN: NUEVO ASPECTO DEL SACRIFICIO EXPIATORIO

Por ser la verdad, la realidad de los sacrificios expiatorios, que en el AT eran simplemente una sombra, el sacrificio de Cristo confiere su pleno sentido a la idea de "expiación". El hecho material de la efusión de sangre que, en Jesús, ni  siquiera tiene ya carácter ritual, ya que Cristo entra en el santuario "por medio de su propia sangre", se convierte en aquello que pretende ser, esto es, la expresión de una plegaria más ardiente.

El sacrificio se muestra como una plegaria integral en la que toma parte todo el ser, y no solamente la palabra. El grito exhalado por Jesús al morir es considerado en la epístola como el testimonio de esa plegaria suprema.

A continuación vamos a exponer un cuadro comparativo entre el sacerdocio Levítico del Antiguo Testamento, y el sacerdocio del Nuevo Testamento inaugurado por Jesucristo.






De este modo, la expiación se manifiesta ya a las claras lo que escondía en si misma. Es una tentativa para obtener el perdón de los pecados. Considerada bajo el aspecto de una plegaria, se muestra despojada de toda eficacia ritual automática, y se revela dirigida esencialmente hacia Dios.

No se dirige en primer lugar al hombre, que debe de ser purificado, ni hacia los pecados que deben de ser perdonados, sino que, a manera de una imploración, se dirige a Dios, a quien pide favor y misericordia en orden al perdón. Por el hecho de ser una plegaria, la expiación manifiesta todavía más su carácter teocéntrico, el recurso a la bondad y a la misericordia de Dios Padre.

Se constata la coincidencia de las nociones de expiación y de propiciación, expresada, por lo demás, en mismo término griego. Expiar los pecados consiste en hacer propicio a Dios, en implorar su favor. En cuanto a la plegaria de expiación que caracteriza al sacrificio de Cristo en el calvario, su valor no proviene solamente del sufrimiento, que hace más ardiente la imploración.

El ardor de la súplica está vivamente subrayado e indica que la razón de la eficacia estriba en la obediencia de Cristo. Más que el ardor de la petición, lo que importa es la actitud anímica, caracterizada por la sumisión a Dios, sumisión que también llega hasta el extremo de la muerte en virtud del sufrimiento total. El valor de la expiación reside, pues, en esa disposición íntima fundamental: hacer la voluntad del Padre obedeciendo.

Lo que transfigura aún más la expiación, es el hecho de que está animada por el Espíritu Santo. Aquí, el sacrificio expiatorio se muestra no ya simplemente como el homenaje de la criatura a Dios, sino como la oblación del Hijo al Padre en el Espíritu Santo. Precisemos los dos aspectos de este nivel divino. Por una parte, el que ofrece el sacrificio es el Hijo de Dios, y ya hemos observado que en el sacerdocio de Cristo, la cualidad de Hijo de Dios desempeña un papel esencial: la actitud sacerdotal de Jesús es la prolongación de su actitud eterna de Verbo, vuelto hacia el Padre.

Por otra parte, la expiación ya no es solamente una plegaria de intercesión en lenguaje humano: comporta según la expresión de S. Pablo en Rom 8, 26: "el gemido inefable", por el que el Espíritu Santo confiere al sacrificio expiatorio un valor definitivo y eterno. Así el sacrificio expiatorio de Cristo es una plegaria de intercesión. Esta intercesión, que emana del Hijo, llevada hacia el Padre por el Espíritu Santo, aspira a eternizarse como tal.

Pero se ve también más claramente cómo, mediante este sacrificio, Cristo es mediador único de la Nueva Alianza. El realiza la unión entre Dios y los hombres, fundamentándola en la unión existente entre El mismo y su Padre, unión reforzada por la acción del Espíritu Santo. La mejor, o la Nueva Alianza , es una prolongación de la comunidad Trinitaria hasta los hombres. Ofrecido por el Hijo y animado por el Espíritu Santo, el sacrificio expiatorio se incorpora al circuito de amor que brota de la Trinidad.

Esta alianza con la Trinidad lleva consigo una transformación íntima: como consecuencia de su oblación obediente, "Cristo se ha hecho perfecto" y hace perfectos a los hombres santificándolos. La naturaleza humana, de modo absoluto en Cristo y de manera participada en los demás hombres, se hace perfecta en razón del sacrificio, y esta perfección deriva de una comunicación de la perfección divina.

De este modo se ve que el sacrificio expiatorio de Cristo sobrepasa con mucho a la simple purificación de los pecados del AT. Mediante la intercesión de este sacrificio se obtiene un favor divino que significa la unión definitiva entre Dios y los hombres, unión que tiende a divinizar a la humanidad y a hacerla santa, perfecta. Ese era el designio salvífico del Padre realizado por Cristo en el Espíritu Santo.



Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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