Tratado de Mariología - 2° Parte: Problemática

P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



3. EXCESOS Y DEFECTOS. POSTURA MEDIA


A través de la investigación teológica, acerca del misterio de la Virgen María, puede presentarse bajo aspectos diversos y complementarios.

Hay teólogos quienes describen la figura de María proyectando inmediatamente sobre ella la luz que procede de Cristo. Estos teólogos construyen una "mariología cristológica", cuyo principio fundamental es la maternidad divina de María. Unida a Cristo indisolublemente en el acto divino que la eligió para ser Madre de Dios, queda integrada en el orden hipostático y, por lo mismo, en posesión de todos los privilegios que de él se derivan: concepción inmaculada de María, virginidad perpetua, cooperación activa en la obra de la salvación, Asunción en cuerpo y alma a los cielos, mediación universal de todas las gracias. En esta mariología cristológica es María, en cierto modo, trascendente a la Iglesia y se comprende fácilmente que pueda llamarse con justo título madre nuestra; no sólo de todos y cada uno de los creyentes, sino de la Iglesia misma.
         
Otro grupo de teólogos organizan la reflexión teológica sobre María tomando como principio fundamental el hecho de que María es el tipo y el modelo ejemplar de la Iglesia, es la llamada "mariología eclesiológica". En esta mariología, en la que María sería totalmente inmanente a la Iglesia, ella es el prototipo de la Iglesia (nueva humanidad), que acepta la encarnación del Verbo y le presta su carne para hacerse hombre (maternidad divina).

A semejanza de María, la Iglesia, es Madre-Virgen; es inmaculada, "sin mancha ni arruga", Efes 5, 7, libre de todo pecado, incluso del original; como la Iglesia es concebida sin pecado en el bautismo; en su asunción a los cielos, es decir, es el prototipo de la plenitud escatológica de la Iglesia, Finalmente con su libre aceptación de la encarnación y de la cruz, es la que recibe en sí los frutos de la redención de su Hijo divino, no sólo a nivel individual sino también colectivo, pues con su "sí" se hace se hacía como depositaria de todas las gracias salvíficas de la redención que habían de depositarse en la Iglesia.

Estas dos tendencia mariológicas: la cristológica y la eclesiológica se enfrentaron en ocasiones en las asambleas de las sesiones del Concilio Vaticano II. Sin embargo el Vaticano II no quiso  pronunciarse por ninguna de ellas en exclusiva, pues ambas cuentan con una larga tradición en la Teología Católica. Al final del Concilio Vaticano II se demostró que más que un enfrentamiento entre ambas posturas lo que había que procurar era integrar los valores positivos de una y otra tendencia para así hallar una mariología más completa.
Por el lado contrario, y por ser una realidad teológica tenemos que conocer qué dice la crítica dura y fuerte de los teólogos Reformadores protestantes. Según ellos la Mariología católica está sobredimensionada, no tiene justificación suficiente en la revelación bíblica (palabra de Dios) y ellos afirman que: "se tiene la impresión de que la mariología se sale de la religión bíblica y de la religión cristiana para entrar en el mundo de la especulación, de las analogías o alegorías de todo tipo, como si la mariología se dirigiera hacia una especie de cristianismo muy apoyado en supersticiones populares: apariciones, milagros, etc, que hunden sus raíces en el suelo de las creencias paganas". Y finalizan: "Nosotros estamos convencidos de que esta forma de mariología constituye una trampa mortal para la fe evangélica". R. Mehl, en "Le Catholicisme romain", Neuhatel, 1958. Aquí tenemos una serie de opiniones de los Reformadores que en nuestra opinión acusan poca estima por el papel principal de la Virgen María.
Una vez más la solución está en un término medio y es en el acontecimiento eclesial del Concilio Vaticano II (1962-1965), donde se dan las bases para una nueva investigación de la mariología, en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia: "Lumen Gentium" en el Capítulo VIII, dedicado exclusivamente a la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, números 52 al 69 (ver y leer el texto); en ellos se estudian los textos bíblicos sobre ella y nos dan la base para conocerla mejor y fomentar la piedad del pueblo cristiano. También "presenta una amplia síntesis de la doctrina católica sobre el puesto de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia", porque adopta una postura nueva en el campo de la investigación mariológica y del culto a la Virgen María. Teniendo en cuenta la investigaciones más equilibradas de los teólogos católicos y sin ignorar las críticas de los teólogos y reformadores protestantes, el Concilio presta particular atención a las aportaciones positivas de los movimientos más vitales de la Iglesia Católica, en ese momento (movimiento bíblico, patrístico, litúrgico, eclesiológico, ecuménico) y opta por una profundización de los datos de la fe acerca de la Virgen María y lo hace por medio de una exposición positiva sin afán de intención polémica.
Así tras una laborioso trabajo, los padres conciliares ofrecieron a los fieles y, sobre todo, a los teólogos y a los pastores, una base segura para una recta comprensión y presentación del misterio de Maria. En este Capítulo VIII de la "Lumen Gentium", se permite precisar las dimensiones esenciales de la mariología conciliar. Posteriormente el Papa Pablo VI, en su Exhortación Apostólica: "Marialis Cultus", (2 de Febrero 1974), en la Parte Segunda, en la Sección 2ª, expone cuatro orientaciones para el culto a la Virgen María ha de tener una fundamentación: bíblica, litúrgica, ecuménica y antropológica. Y dice así:

"A las anteriores indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y con la Iglesia, queremos añadir, siguiendo la línea trazada por las enseñanzas conciliares, algunas orientaciones -de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico- a tener en cuenta a la hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre nuestro en la Comunión de los Santos.

La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta dirección tomada por la piedad cristiana; al contrario debe inspirarse particularmente en ella para lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz de la palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría encarnada.

Ya hemos hablado de la veneración que la Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la sagrada Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, al recomendar vivamente los piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade: «…es necesario que tales ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de manera que estén en armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y, dada su naturaleza superior, conduzcan a ella al pueblo cristiano». Norma sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre todo en el campo del culto a la Virgen, tan variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente, por parte de los responsables de las comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral, constancia; y por parte de los fieles, prontitud en acoger orientaciones y propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del culto cristiano, comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se había oscurecido aquella naturaleza.

A este respecto queremos aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica pastoral, la norma del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que tienen cura de almas y que despreciando a priori los ejercicios piadosos, que en las formas debidas son recomendados por el Magisterio, los abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En segundo lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la misma celebración del sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios de novenas u otras prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del Señor no constituya el momento culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una ocasión para cualquier práctica devocional. A cuantos obran así quisiéramos recordar que la norma conciliar prescribe armonizar los ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara acción pastoral debe, por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos de la Liturgia.

Por su carácter eclesial, en el culto a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre las cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la unidad de los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico, es decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.

En primer lugar porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas, entre las cuales la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda doctrina al venerar con particular amor a la gloriosa Theotokos y al aclamarla «Esperanza de los cristianos»; se unen a los anglicanos, cuyos teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos subrayan mayormente la importancia del puesto que ocupa María en la vida cristiana; se unen también a los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las cuales florece vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen, Lc 1, 46-55.

En segundo lugar, porque la piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos ocasión natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión de todos los bautizados en un solo pueblo de Dios. Más aún, porque es voluntad de la Iglesia católica que en dicho culto, sin que por ello sea atenuado su carácter singular, se evite con cuidado toda clase de exageraciones que puedan inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia católica y se haga desaparecer toda manifestación cultual contraria a la recta práctica católica.

Finalmente, siendo connatural al genuino culto a la Virgen el que «mientras es honrada la Madre (…), el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado», este culto se convierte en camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en la cual cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único Mediador, 1 Tim 2, 5, están llamados a ser una sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la unidad del Espíritu Santo.

Somos conscientes de que existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos hermanos de otras Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica «en torno a la función de María en la obra de la salvación» y, por tanto, sobre el culto que le es debido. Sin embargo, como el mismo poder del Altísimo que cubrió con su sombra a la Virgen de Nazaret, Lc 1, 35, actúa en el actual movimiento ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la que el Omnipotente obró maravillas, Lc 1, 49, será, aunque lentamente, no obstáculo sino medio y punto de encuentro para la unión de todos los creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto, de comprobar que una mejor comprensión del puesto de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por parte también de los hermanos separados, hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná la Virgen, con su intervención, obtuvo que Jesús hiciese el primero de sus milagros, Jn 2, 1-12, así en nuestro tiempo podrá Ella hacer propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en que los discípulos de Cristo volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza halla consuelo en la observación de nuestro predecesor León XIII: la causa de la unión de los cristianos «pertenece específicamente al oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no fueron engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor: porque, « ¿está acaso dividido Cristo? », 1 Cor 1, 13; y debemos vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un solo y mismo cuerpo, Rom 7, 14».

En el culto a la Virgen merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas de las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas de la inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es decir, la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones antropológicas y la realidad psicosociológica, profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se observa, en efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta literatura devocional, en las condiciones de vida de la sociedad contemporánea y en particular de las condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en la dirección de la vida familiar; bien sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder de intervención en la sociedad igual al hombre; bien sea en el campo social, donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos, dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación científica y de éxito intelectual.

Deriva de ahí para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida -se dice- resultan estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre contemporáneo está llamado a actuar. En este sentido, mientras exhortamos a los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y a los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos parece útil ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo algunas observaciones.

Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios, Lc 1, 38; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.

En segundo lugar quisiéramos notar que las dificultades a que hemos aludido están en estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María -como Mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre-, hayan considerado a la Madre de Jesús como «modelo eximio» de la condición femenina y ejemplar «limpidísimo» de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos expresivos propios de la época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y comprende como algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.

Deseamos en fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir como María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable no a la solución de un problema contingente sino a la «obra de los siglos» como se ha llamado justamente a la Encarnación del Verbo; se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba sus tronos a los poderosos del mundo, Lc 1, 51-53; reconocerá en María, que «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio, Mt 2, 13-23: situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo, Jn 2, 1-12, y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales. Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones.

Después de haber ofrecido estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico del culto a la Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la exageración de contenidos o de formas que llegan a falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la figura y la misión de María; ha denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad que sustituye el empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas. Nos renovamos esta deploración: no están en armonía con la fe católica y por consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa vigilante contra estos errores y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su fundamento, por el cual el estudio de las fuentes reveladas y la atención a los documentos del Magisterio prevalecerán sobre la desmedida búsqueda de novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el encuadramiento histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que es manifiestamente legendario o falso; adaptado al contenido doctrinal, de ahí la necesidad de evitar presentaciones unilaterales de la figura de María que insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el conjunto de la imagen evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá cuidadosamente lejos del santuario todo mezquino interés.

Finalmente, por si fuese necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto, cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer anónima del Evangelio, glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te crearon», Lc 11, 27, se verán inducidos a considerar la grave respuesta del divino Maestro: «Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», Lc 11, 28. Esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II, suena también para nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino Maestro: «No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos», Mt 7, 21, y «Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando», Jn 15, 14".

San Juan Pablo II aprobó una carta Apostólica de la Congregación para la Educación Católica en el 1988, en la que se dan instrucciones acerca de: "La Viren María en la formación intelectual y espiritual", de todo cristiano, y de una manera especial en los futuros sacerdotes, en la que se propone otra vez que se estudie en los Seminarios Diocesanos y en las facultades de Teología la Mariología con fundamentos bíblicos, eclesiológicos, litúrgicos y antropológicos con las siguientes recomendaciones:   



I. La Virgen María en la formación intelectual y espiritual. La Investigación mariológica

De los datos expuestos en la primera parte de esta Carta se ve que la mariología está hoy viva y comprometida en cuestiones importantes en el campo de la doctrina y de la pastoral. Por eso es necesario que ella, además de atender a los problemas pastorales que vayan surgiendo, cuide sobre todo el rigor de la investigación, llevada a cabo con criterios científicos.

También para la mariología sirve la palabra del Concilio: "La sagrada teología se apoya, como en cimiento perenne, en la Palabra de Dios escrita, junto con la Sagrada Tradición, y en aquélla se consolida firmemente y se rejuvenece sin cesar, penetrando a la luz de la fe toda la verdad escondida en el misterio de Cristo" (Dei Verbum, 24). El estudio de la Sagrada Escritura debe ser, por tanto, como el alma de la mariología (cf. lb., 24; Optatam totius, 16)

Además es imprescindible para la investigación mariológica el estudio de la Tradición, ya que, como enseña el Vaticano II, "la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura forman un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia" (Dei Verbum, 10). El estudio de la Tradición se manifiesta, por lo demás, particularmente fecundo por la cualidad y cantidad del patrimonio mariano de los Padres de la Iglesia y de las diversas liturgias.

La investigación sobre la Sagrada Escritura y sobre la Tradición, llevada a cabo conforme a las metodologías más fecundas y con los instrumentos más válidos de la crítica, debe ser guiada por el Magisterio, porque a él se le ha encomendado el depósito de la Palabra de Dios para su custodia y su auténtica interpretación (cf. ib., 10); y deberá ser confortada y completada, si es el caso, con las adquisiciones más seguras de la antropología y de las ciencias humanas.


II. La enseñanza de la mariología

Considerada la importancia de la figura de la Virgen en la historia de la salvación y en la vida del Pueblo de Dios, y después de las indicaciones del Vaticano II y de los Sumos Pontífices, no puede pensarse en descuidar hoy la enseñanza de la mariología: es preciso por tanto darle a esta enseñanza el puesto justo en los seminarios y en las facultades teológicas. Esta enseñanza, consistente en un "tratamiento sistemático", será:

a) orgánica, es decir, inserta en el plan de estudios del curso teológico;
b) completa, de manera que la persona de la Virgen sea considerada en la historia íntegra de la salvación, es decir, en su relación con Dios; con Cristo, Verbo encarnado, salvador y mediador; con el Espíritu Santo, santificador y dador de vida; con la Iglesia, sacramento de salvación; con el hombre -sus orígenes y su desarrollo en la vida de la gracia, su destino de gloria-;
c) respondiendo a los varios tipos de formación (centros de cultura religiosa, seminarios, facultades teológicas...) y al nivel de los estudiantes: futuros sacerdotes y maestros de mariología, animadores de la piedad mariana en las diócesis, formadores de vida religiosa, catequistas, conferenciantes y cuantos tienen el deseo de profundizar en los conocimientos marianos.

Una enseñanza ordenada de esa forma evitará presentaciones unilaterales de la figura y de la misión de María, con detrimento de la visión de conjunto de su misterio, y constituirá un estímulo para investigaciones profundas -por medio de seminarios y redacción de tesis de licencia o doctorado- sobre las fuentes de la Revelación y sobre los documentos del Magisterio. Además los distintos profesores, con una oportuna y fecunda visión interdisciplinar, podrán realizar, en el desarrollo de su enseñanza, los posibles datos referidos a la Virgen.

Es por tanto necesario que cada uno de los centros de estudios teológicos -según la propia fisonomía- prevea en la "Ratio studiorum" la enseñanza de la mariología en una forma definida y con las características indicadas más arriba; y que, en consecuencia, los profesores de mariología tengan una preparación adecuada.

En este sentido es oportuno recordar que las normas para la aplicación de la Constitución Apostólica "Sapientia christiana" prevén la licenciatura y el doctorado en teología con especialización en mariología.

Por eso, el Capítulo VIII de la Lumen Gentium sobre la Virgen María en la Iglesia es fruto de dos tendencias que existían acerca del papel de la Virgen María. Los "maximalistas" exaltados que querían para la Virgen María un palacio, al margen del tratado de la Iglesia, y los "minimalistas" del lado contrario que querían para ella sólo una habitación dentro del palacio de la Iglesia. Los que se fijaban más en la tradición y la suponían por encima de la Iglesia, y los que se esforzaban por comprender a la Virgen desde la Biblia (revelación), colocándola dentro del Misterio de la Iglesia.

Por ello, en dos partes iguales, se dividió el tema de la Virgen en la asamblea conciliar, dando como fruto de las dos tendencias, una presentación de la Virgen María que positiva, bella, equilibrada, bíblica, ecuménica y eclesial.

Verdaderamente es difícil escribir con mayor fundamento escriturístico, con más solidez teológica y con una más devota unción que como se redactó este capítulo VIII de la Lumen Gentium. En él se pone de relieve el papel incomparable de María en la historia de la salvación, pero siempre con relación a Jesucristo y a la Iglesia. Nunca al margen, pues la Virgen María ocupa un puesto central en la historia de la salvación, no ya en cuanto que es la madre del Señor, sino en cuanto que, con su acción libre, se hace efectivamente su madre al dar su asentimiento al acto decisivo redentor de Dios.

Hoy día se considera que la mariología ha de tener su punto de arranque en la Historia de la Salvación y de la Cristología La mariología será cristocéntrica y ha de estar al servicio de la cristología, pero evitando forzar analogías de María con Cristo para no convertirse en un duplicado de la cristología. Esto significa un cambio de ruta para pasar del método deductivo de las tesis que hay que demostrar a un "contacto más vivo con el Misterio de Cristo y con la historia de la salvación", (Optatam totius, nº 16). Se trata de poner como fundamento y norma toda la construcción mariológica no en proposiciones abstractas, sino partiendo de la figura bíblica y concreta de María en su función y en orden a la salvación y sobre todo su relación con Cristo, centro de toda la historia y del anuncio del Evangelio.

Desde el punto de vista eclesiológico es preciso insertar a María en la comunidad de los creyentes que se salvan, teniendo en cuenta no sólo su unión con Cristo, sino también su diferencia cualitativa y funcional respecto a Cristo. Así al restituir a María a la comunidad de la Iglesia y a la humanidad se comprenderá mejor su función de madre, tipo del creyente, modelo del discipulado, en cuanto ella es también miembro de la comunidad creyente protocristiana y pospascual

Así el Concilio Vat. II al poner a María dentro de la Iglesia, contribuyó a una profunda renovación de la mariología respecto a los últimos siglos. Ya San Agustín afirma que la Virgen María no está fuera de la Iglesia, ni sobre la Iglesia, sino como un miembro de los misma Iglesia, aunque es el más excelente: "Santa es María, bienaventurada es María, pero es más importante la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior a los demás, pero un miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro del cuerpo, sin duda, más importante es el cuerpo que un miembro del cuerpo".

También para hablar de María, el Conc. Vat. II, tomó una expresión de San Ambrosio, Obispo de Milán en el Siglo IV, que decía: "María es la figura de la Iglesia". De este modo se situaba a la Virgen María en el corazón de la Iglesia; María no era un misterio en sí, aislado del único "misterio de Cristo", sino colocándola como tipo y figura de la Iglesia confirmaba el lugar que desde hacía siglos le había reconocido la tradición cristiana y se daban pasos para comprender el papel de María junto a su Hijo Jesucristo y a la Iglesia que él fundó, así a la vez ayudaba a penetrar más en la misterio y realidad de la Iglesia.

La reflexión teológica que precedió al Conc. Vat. II insistió en las relaciones de solidaridad entra la Virgen María y la Iglesia, viendo en María la realización más perfecta de lo que el cristiano ha de realizar en su existencia. Ello contribuyó a que los Padres conciliares se decidieran exponer la doctrina mariológica no en un documento aparte, sino en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia: "Lumen Gentium", en su capítulo final, el VIII. Así la Virgen María aparece trascendente: es madre de la Iglesia y a la vez, inmanente: es hermana nuestra, es la sierva humilde y fiel del Señor.


Sin olvidar su superioridad y singularidad, aunque evitando excesos y exageraciones doctrinales, el Concilio Vaticano II insiste en presentar a María como modelo. Y dice: "Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción (a María), no consiste en un sentimentalismo estéril y transitorio, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes". Lumen Gentium, nº 67.




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Agradecemos al P. Ignacio Garro S.J. por su colaboración.

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