Tratado de Mariología - 1° Parte: Constitución Dogmática Lumen Gentium

P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



1. INTRODUCCIÓN GENERAL
           

Para un estudio profundo de la Mariología tenemos la obligación académica de profundizar el Capítulo VIII de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, "Lumen Gentium", en la que nos habla explícita y expresamente de la Santísima Virgen María, Madre de Dios en la participación en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Es obligatorio leer y estudiar estos 17 números para entender bien todo el tratado de Mariología. Con esta breve orientación y con la lectura profunda de este Capítulo VIII comenzamos nuestro estudio de la Mariología.


2. LUMEN GENTIUM - Capítulo VIII (Nº 52 - 69)

La Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia.

I. Introducción

52. La Bienaventurada Virgen María en el misterio de Cristo
El benignísimo y sapientísimo Dios, queriendo llevar a término la redención del mundo:  "Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo hecho de Mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" Gal 4, 4. "El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen". Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo."

53. La Bienaventurada Virgen y la Iglesia
En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y trajo la Vida al mundo, es reconocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede, con mucho, a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que necesitan ser salvados; más aún: es verdaderamente madre de los miembros (de Cristo)... por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza". Por eso también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo eminentísimos en la fe y caridad y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

54. Intención del Concilio
Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el Divino Redentor realiza la salvación, quiere explicar cuidadosamente tanto la función de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los fieles, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no aclaradas totalmente por el estudio de los teólogos. Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las escuelas católicas sobre Aquella que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros.

II. Oficio de la Bienaventurada Virgen en la economía de la Salvación

55. La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento
La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación, en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos a la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor. Ella misma, es esbozada bajo esta luz proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres, caídos en pecado (cfr. Gen., 3, 15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Cf. Is., 7, 14; Miq., 5, 2-3; Mt., 1, 22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El con confianza esperan y reciben la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva Economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.

56. María en la Anunciación
El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la Vida misma que renueva todas las cosas, y que fue enriquecida por Dios con dones correspondientes a tan gran oficio. Por eso no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios la toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de gracia" (cfr. Lc., 1, 28), y ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc., 1, 38). Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios, con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo bajo El y con El, por la gracia de Dios omnipotente, al misterio de la Redención. Con razón, pues, los Santos Padres consideran a María, no como un mero instrumento pasivo en las manos de Dios, sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo fue causa de su salvación propia y de la de todo el género humano". Por eso no pocos Padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman con él: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María: lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe"; y comparándola con Eva, llaman a María "Madre de los vivientes", y afirman con mucha frecuencia: "la muerte vino por Eva, por María la vida". 

57. La Bienaventurada Virgen y el Niño Jesús
La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige presurosa a visitar a Isabel, es saludada por ella como bienaventurada a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1, 41-43) en el seno de su madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre, para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc 2, 34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Pero su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cfr. Lc 2, 41-51).

58. La Bienaventurada Virgen en el Ministerio público de Jesús
En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente: ya al principio durante las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cfr. Jn 2, 1-11). En el decurso de la predicación de su Hijo acogió las palabras con las que (cfr. Lc 2, 19 y 51), elevando el Reino de Dios sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cfr. Mc 3, 35 par.; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cfr. Jn 19, 25), sufrió profundamente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima concebida por Ella misma, y finalmente, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús moribundo en la Cruz, con estas palabras: "Mujer, he ahí a tu hijo!" (cfr. Jn 19, 26-27).

59. La Bienaventurada Virgen después de la Ascensión
Queriendo Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María, la Madre de Jesús, y los hermanos de El" (Hech 1, 14), y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, el cual ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de su vida terrena, en alma y en cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Apoc 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte.

III. La Bienaventurada Virgen y la Iglesia

60. María, esclava del Señor, en la obra de la Redención y de la santificación.
Uno solo es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: "Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos" (1 Tim 2, 5-6). Pero la función maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres, no nace de ninguna necesidad, sino del divino beneplácito y brota de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su eficacia, y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

61. Maternidad espiritual
La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios junto con la Encarnación del Verbo divino por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la benéfica Madre del Divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.
Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

62. Mediadora
Y esta maternidad de María perdura si cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez asunta a los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.
Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado, nuestro Redentor; pero así como del sacerdocio de Cristo participan de varias maneras, tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única.
La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente y lo recomienda al amor de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

63. María, como Virgen y Madre, tipo de Iglesia
La Bienaventurada Virgen, por el don y el oficio de la maternidad divina, con que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio; a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre; pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, por obra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, prestando fe sin sombra de duda, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29); a saber: los fieles, a cuya generación y educación coopera con materno amor.

64. Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia
Ahora bien: la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fidelidad prometida al Esposo e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.

65. Virtudes de María que han de ser imitadas por la Iglesia
          Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, (cfr. Ef 5, 27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado: y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el altísimo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo. Porque María, que habiendo participado íntimamente en la historia de la Salvación, en cierta manera une en sí y refleja las más grandes verdades de la fe, al ser predicada y honrada, atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y siguiendo en todas las cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen precisamente, para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

IV. Culto de la Bienaventurada Virgen María en la Iglesia

66. Naturaleza y fundamento del culto
María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por encima de todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de "Madre de Dios", a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas. Especialmente desde el Concilio de Efeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y el amor, en la invocación e imitación, según las palabras proféticas de ella misma: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el Poderoso" (Lc 1, 48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se da al Verbo Encarnado lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo promueve poderosamente. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que mientras se honra a la Madre, el Hijo, “en quien fueron creadas todas las cosas” (cfr. Col 1, 15-16) y en quien "tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud" (Col., 1, 19), sea debidamente conocido, amado, glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.

67. Espíritu de la predicación y del culto
El Sacrosanto Sínodo enseña deliberadamente esta doctrina católica y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia Ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los santos. Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las liturgias de la Iglesia, bajo la dirección del Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Bienaventurada Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad. Aparten con diligencia todo aquello que, sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, por su parte, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos excita a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

V. María, signo de esperanza cierta y consuelo para el pueblo de Dios peregrinante

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 Ptr 3, 10), brilla ante el pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo.

69. Ofrece gran gozo y consuelo a este Sacrosanto Sínodo el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales, que van a una con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios[195]. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella, que estuvo presente a las primeras oraciones de la Iglesia, ensalzada ahora en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda también ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre cristiano, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad.

Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Constitución dogmática fueron del agrado de los Padres. Y Nos, con la potestad Apostólica conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgados para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, día 21 de Noviembre de 1964.

Yo PAULO VI, Obispo de la Iglesia Católica.



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Agradecemos al P. Ignacio Garro S.J. por su colaboración.

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