Los misioneros

P. Adolfo Franco, S.J.


Lucas 10, 1-12.17-20

Jesús enseña que el mensajero del evangelio debe confiar en la fuerza de Dios y no en ninguna clase de poder.



Jesús envía a predicar a sus setenta y dos discípulos, y les da instrucciones precisas de cómo deben actuar. Esas lecciones nos dan muchas orientaciones de cómo El quiere que nos comportemos cuando actuamos apostólicamente.

Nos pide primero oración: recen al Dueño de la Mies. A continuación nos indica que la predicación puede tener graves dificultades (estamos como ovejas entre lobos), nos dice que hay que ir en pobreza: ni sandalia, ni bastón, ni bolsas. Y la actividad apostólica que hay que realizar en estas condiciones es doble: trasmitir la paz, y curar las enfermedades.

¿Qué es la actividad apostólica? El mensaje que el Señor quiere que trasmitamos es “su mensaje”, y esto es lo primero que se debe tener en cuenta; que hay que recibir el mensaje de Jesús, para trasmitirlo. El problema es que como lo hacemos nosotros, y el mensaje debe estar en nosotros y partir de nuestra propia palabra, sin querer podemos estar trasmitiendo nuestras ideas, más que el mensaje de Jesús. Lo adornamos con nuestras palabras, y a veces queda oculto detrás de nuestros adornos y de nuestras ocurrencias. Por otra parte para que salga como se necesita, debe salir del corazón. Nuestros mensajes personales con frecuencia salen de nuestra cabeza y esos mensajes naturalmente llegan a la cabeza de nuestro interlocutor. Pero si se quiere la conversión de alguien hay que conmover su corazón, y sólo un corazón conmueve a otro corazón.

Además es Dios el dueño del mensaje y el que quiere trasmitirlo y el que puede conmover el corazón de los oyentes. Sólo Dios tiene eficacia para trasformar una vida. Entonces se trata de que Dios, que está en nuestros corazones, sea el que hable a través de nuestras palabras; nuestra boca debe estar conectada a nuestro corazón, y nuestro corazón conectado a Dios. Así saldrá el mensaje de Dios a través de nuestra palabras. Estar en contacto con Dios en nuestro ser más íntimo, y que sea lo que hay en nuestro corazón lo que trasmitimos. Así estará Dios hablando con nuestras palabras y llegando al corazón de nuestros hermanos.

Por eso Jesús les dice a los setenta y dos, y nos dice a nosotros, que oremos al Dueño de la Mies que envíe operarios a su campo. O sea que vayamos pero enviados por Dios, y que ésa sea nuestra petición. No sólo que mande más operarios, sino que nos mande a nosotros: ir enviados por El, no a título personal. Sin oración el mensaje puede quizá ser bonito, pero no eficaz; podrán decir ¡qué bonito!, pero no trasformará por dentro al oyente del mensaje. Hay que predicar como quien está orando.

Por eso hay que saber que el mensaje enfrentará dificultades. Pero debemos ser como la oveja que se acerca a los oyentes: no como lobos agresivos, que convierten a sus oyentes por el miedo, sino con toda humildad, desarmados. Y aceptando que a pesar de ir con modestia y humildad y sencillez, como las ovejas, trasformaremos a los lobos. Que la bondad y el amor de la oveja podrán dominar la ferocidad de cualquier lobo. La bondad y la humildad son esenciales al predicador del mensaje. No llega (y menos en nombre de Dios) un trabajo apostólico violento y lleno de amenazas.

Y manda que el mensajero no lleve ninguna clase de riquezas, ni mucho equipaje. De hecho hay que dejarlo todo. ¿De qué pobreza se trata? Ciertamente de un corazón libre de todo materialismo, libre de preocupaciones económicas, sin ninguna voluntad de sacar ventaja personal del mensaje. Fiarse de sólo Dios, de la eficacia que El da a la palabra auténtica dicha en su nombre. Muchas veces nos fiamos excesivamente de nuestra agudeza, de nuestra contundencia verbal, de nuestra brillantez, de nuestra imaginación llena de colorido; nuestros preparativos con los que recubrimos el mensaje ponen de manifiesto que nosotros somos los que pensamos que vamos a dar eficacia al mensaje de Jesús. Hay que desnudar el mensaje de todas esas consideraciones. Y además desnudarnos a nosotros de todo interés personal, y de todo deseo de poseer el éxito de la empresa. Esa purificación del mensajero es algo sumamente importante, para que hablemos en nombre de Dios, y demos su mensaje.


Y el contenido del mensaje es muy simple: la paz y la curación de las enfermedades. O sea hablar del amor de Dios que es la fuente única de la paz que todos necesitamos y buscamos. Y que además es lo que nos cura de todas las enfermedades, las que nos dañan más hondamente. Esas enfermedades se curan con el toque del amor, y este toque sólo lo da Dios. Pero el Señor no quiere que haya otro mensaje, o mejor que en cualquier mensaje que trasmitamos se anuncie muy claro el amor (la paz de Dios) y la salvación (la que nos cura de las enfermedades más malignas).

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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración

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