ESPECIAL DE CUARESMA 2013

"Les exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios, porque Él dice: En tiempo favorable te escuché. En día de salvación vine en tu ayuda. Pues mira, ahora es tiempo  favorable, ahora es día de salvación"
2Cor 6,1-2.






2° DOMINGO DE CUARESMA

"Un voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escúchenle" 
Lc 9,35.



Homilía del Domingo 1º de Cuaresma (C), 17 de Febrero del 2013

Jesús es tentado










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Comentando el Mensaje del Papa por Cuaresma - 2° Parte

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.



2. La caridad como vida en la fe

Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).

Conviene leer estas palabras con mucha atención y procurando que nos agarren desde dentro de nuestro corazón. Consideramos normal el poder de convocato-ria de personajes exitosos en el orden público, deportivo, artístico. El entusiasmo suele desbordarse. El mismo Papa es objeto de tales demostraciones en sus viajes. El caer en la cuenta de que nada menos que Dios, creador y señor de todo, a mí personalmente me ama y en grado infinito, no puede menos de inundarme de estupor, emoción, gratitud. La verdad es que tales sentimientos deben superarnos y sumirnos como en un océano de felicidad y gratitud. No encontraremos términos suficientemente expresivos. La respuesta del encuentro de la fe marca así un antes y un después de ese encuentro. No tenemos derecho a estar tristes, al ver nuestra vida como un sinsentido, como algo sin valor o despreciable. Porque, además de comunicarnos su luz y su belleza, quiere comunicarnos su vida, es decir hacernos participantes de su amor, amándole a Él, a los hombres, a nosotros mismos, al mundo, como es justo, gozando, admirando y agradeciendo su bondad. Nada más grande, nada más hermoso, nada más maravilloso, nada más capaz de dar felicidad que el amor de Dios que me salió al encuentro cuando se prendió mi fe. Porque empezó Cristo a vivir en mí.   

Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).

Todo esto es la fe, porque la fe es la posesión de Dios amor, que quiere entrar en nuestros corazones, animarlos con su propia vida, transformarlos con su presencia. Quien tiene fe, ve que todo lo hecho por Dios es bueno, que los hombres son sus hermanos, que el mundo es el hogar de la familia.



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Homilía del Domingo 2° de Cuaresma (C), 24 de febrero del 2013

Cristo habita en mí

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Gn 15,5-12.17-18; S 26; Flp 3,17-4,1; Lc 9,28-36



El contenido del evangelio de hoy está narrado por los tres evangelistas. Se lee cada año en la liturgia de este segundo domingo de cuaresma según el texto del año que corresponda. Por fin el misterio de la Transfiguración tiene fiesta propia cada año.


Debe añadirse que viene inmediato a la confesión de la divinidad de Jesús por Pedro y a la primera profecía de Jesús sobre su pasión y muerte en cruz. Corresponde a la segunda etapa de la vida pública, en la que Jesús dedica mucho tiempo sobre todo a la formación de los doce, que luego continuarían su obra.

La escenografía del suceso: la alta montaña, el Tabor según la tradición, bloque aislado por cuatro lados que se levanta abrupto casi 800 m. sobre el mar de Galilea y unos 650 m. sobre la llanura de Esdrelón a sus pies; la compañía de Moisés y Elías, la sola compañía de los discípulos más predilectos, la noche, la oración, el tema de conversación: la muerte que sufriría en Jerusalén, la nube, la voz desde el cielo, las palabras: “Éste es mi Hijo, mi elegido, escúchenlo”, todo esto quiere repetir el clima de las grandes manifestaciones de Dios a los hombres elegidos que aparecen en momentos claves de la historia de la salvación.

Uno de esos momentos es el que nos recuerda la primera lectura. Dios ha sacado a Abram de Ur, su lugar originario. Dios le ha bendecido con riquezas, pero no tiene hijos ni biológicamente podrá tenerlos. Pero Dios le llama en la noche, le saca al campo y, mirando al cielo en la noche con innumerables estrellas, le promete una descendencia así. Creyó Abram, dice el texto, y Dios en recompensa se lo asegura con un solemne rito sagrado, equivalente a un juramento. La forma es en el contexto de un sacrificio. Es una forma propia de la cultura de aquella época para alianzas y promesas, que nos es conocida. Se ofrece un sacrificio a Dios, colocando los trozos de las víctimas ofrecidas en forma que quede un pasillo central. Los contratantes pasaban por el medio en medio del fuego y humo del sacrificio y sacralizaban así sus mutuos compromisos. En este caso el que pasa es el Señor y pasa solo porque su alianza es un pacto unilateral, una iniciativa divina. Dios en la noche, cuando el sol se ha puesto, entra y llena el ser de Abram. Se comprometió Dios a darle aquella tierra.

Pablo utiliza este texto para reafirmar que fue la fe la que justificó a Abram y que nosotros somos justificados sólo por la fe en Cristo. Gracias a la fe en Cristo nosotros nos hemos convertido en ciudadanos del cielo y de esa fe esperamos la salvación, que nos dará la gloria de Cristo y la felicidad por los méritos que Cristo ha ganado en la cruz para nosotros.

Recordemos que en Cuaresma la Iglesia nos llama a todos a mejorar a fondo la calidad de nuestra vida cristiana, fortaleciendo los puntos clave de nuestra vida cristiana. Este esfuerzo debe llegar a las fuentes mismas de la vida cristiana. La primera fuente es Jesucristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Todo sarmiento que no está unido a mí no dará fruto”.

Peste de la cultura de hoy es la falta de compromiso con la verdad. Basta una concepción que sirva para explicar por dónde van las cosas políticas y sociales, para así prever el futuro y adaptarse. La fe cristiana queda reducida a código moral o mera explicación del universo. Después no hay nada o nada se sabe, ni vale la pena ni se puede hacer nada por cambiarlo. A Dios se le ha perdido y nada puede hacerse para reencontrarlo.

Pero no, le fe cristiana no puede acepta estas ideas. Cristo ha venido a este nuestro mundo y sigue estando presente y actuando en él. Cristo no es ningún extraterrestre. “He aquí que yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20).

La Iglesia solo tiene como sentido y fin darnos a Cristo. Los sacramentos valen algo porque nos comunican la gracia de Cristo, el perdón de Cristo, la gracia de Cristo, la fuerza de Cristo, la vida de Cristo, a Cristo mismo. Hoy se realiza en nosotros y en la Iglesia el misterio del Tabor. Somos de los especialmente predilectos, somos los hijos de Dios. Reunidos para celebrar la Eucaristía, Jesús mismo está presente con nosotros y nos preside, nos dirige su palabra y nos la explica, nos da su pan y el vino, que no son sino su cuerpo y su sangre para que nos transformen dándonos su Espíritu. Él está presente en los sagrarios y allí acoge, consuela, perdona, fortalece, anima a todo el que se acerca con humilde fe y amor. El evangelio sigue siendo realidad en nuestra vida. Jesús no está lejos. Esta verdad de fe procuremos cada uno que sea actual.

Jesús sigue curando a ciegos, cojos, paralíticos…; resucitando muertos; sigue perdonando los pecados; sigue proclamando la verdad; sigue reuniendo discípulos; sigue orando por la humanidad; sigue sufriendo la maledicencia y la incomprensión; sigue siendo criticado, perseguido y crucificado… y sigue resucitando en cada convertido. Jesús sigue presente y está cerca.

Jesús lo había predicho a los discípulos unos días antes. Era necesario que “era necesario que el Hijo del sufriera mucho, muriera y al tercer día resucite” (Lc 9,22). En el Tabor fue el tema de conversación con Moisés y Elías. Los teólogos piensan que Jesús se manifestó en el Tabor para fortalecer su fe y prepararles para superar la prueba de su Pasión.

No hay momento en el que Dios no nos está cercano ni deja de ejercer su amor para con nosotros. Procuremos tenerlo presente. Procuremos con su gracia que Cristo, su ejemplo, su amor nos sea presente y activo. Los momentos de cruz son los más propicios para hacernos dignos de esa gracia. Ofrecerle de continuo nuestro obrar como sacrificio, procurar verle y servirle en los hermanos, perdonar las ofensas como Él lo hizo y hace con nosotros y con todos los hombres. Que la presencia y conversación con Cristo sean, como en San Pablo, en nuestra vida algo normal. “Cristo vive en mí”. Que la virgen María nos ayude con su intercesión.


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La Transfiguración en el camino de la Cuaresma




P. Adolfo Franco, S.J.


CUARESMA.
Domingo II

Lucas, 9. 28b-36


La transfiguración: una luz cargada de sentido en el camino de la Cuaresma


El Evangelio de este domingo nos trae la narración de la transfiguración de Jesús. Y lo que podemos pensar en un primer momento es si estará bien escogido este hecho luminoso de la vida de Cristo, para este tiempo de penitencia que es la Cuaresma, un tiempo en que la Iglesia suprime el canto del Gloria, y queda en reserva hasta la noche de Pascua, un tiempo en que el color litúrgico es el morado, muy diferente del blanco resplandeciente de la Transfiguración. ¿Es pues la Transfiguración un hecho que vaya bien con la Cuaresma?

Por otra parte al hacer una lectura de esta narración, tal como la cuenta San Lucas, también sorprende el tema de la conversación entre Jesús transfigurado y Moisés y Elías, sus acompañantes de este momento; porque en ese momento glorioso (podríamos decir que es el más glorioso de su vida terrena) están hablando del sufrimiento: "hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén". Parecería que esta conversación no encaja en el momento en que asoma con brillo inusitado la gloria de Jesús.

Todo esto nos lleva a pensar en todo el sentido del misterio pascual. La muerte de Jesús no es destrucción; aunque suponga sufrimiento, es salvación y gloria. Es el paso a la resurrección. La unión de estos dos polos tan presentes en la vida humana, nos crea una tensión difícil. Tendemos a buscar una gloria sin cruz; esto no es posible en la vida sobre la tierra. Y cuando consideramos la cruz aislada, y se nos olvida su sentido victorioso, perdemos su carácter cristiano, y termina resultándonos más una fosa, que una puerta de entrada a la gloria.

Y es inevitable enfrentarnos con esa polaridad, ese encuentro de dos realidades aparentemente contrapuestas: muerte y resurrección, cuaresma y transfiguración. En nuestra vida, el supremo momento del paso a la eternidad, a nuestra propia transfiguración, está rodeado de tristeza, de dolor, de agonía. Y llegamos a ese último extremo en un estado de disolución, cuando en realidad estamos en la víspera del triunfo más grande al que podremos nunca llegar, al estado de vitalidad más fecunda, a la situación de más energía que nunca habíamos tenido, ni en la plenitud de la juventud. Y resulta paradógico recibir de Jesús el abrazo glorioso de nuestra victoria, con los ojos hundidos y tristes del que se despide de la vida.

Pero no es sólo en el momento de la muerte donde experimentamos esa doble tensión entre vida y muerte, entre gloria y penitencia. Toda nuestra existencia está recorrida por esa doble situación. No podemos escapar a la polaridad. Y por eso es bueno saber que el dolor está recorrido con una brisa de realización. Y no podemos eliminar ni un polo ni el otro. La enfermedad tiene un sentido constructivo: no es simplemente una amenaza; no podemos reducir la enfermedad a una débil situación orgánica, sino que tenemos que ver en ella (en el contexto cristiano y religioso), un momento de creación de la fuerza más honda que tenemos. Y esto no quiere decir que no intentemos reaccionar para eliminar la enfermedad, en la medida de lo posible; ni tampoco quiero decir que el aspecto biológico y médico de la enfermedad, no sean una realidad; pero no son toda la realidad. Es necesario saber que el sentido de todo esto lo percibimos, cuando tenemos claras las coordenadas entre las que discurre nuestra vida, y que nos ayudan a percibir la esencia, lo fundamental, o sea profundizar en la realidad de lo que nos ocurre.

El ser humano no es un ser hecho para el placer. Y por desgracia hay mucho de esto en nuestra cultura, en nuestras propias formas de pensar. Claro que el dolor, en sus diversas formas (angustia, fracaso, enfermedad, sufrimientos) nos parece amenaza, destrucción. Pero no es así de simple la vida humana. Detrás del dolor puede haber de verdad una resurrección. Y es verdad que muchas personas han despertado de una pesadilla de vida corrompida, mediante el dolor.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.


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Último Angelus del Papa Benedicto XVI - La Transfiguración


BENEDICTO XVI

ANGELUS

Plaza San Pedro
Domingo, 24 febrero 2013





¡Queridos hermanos y hermanas!



¡Gracias por su cariño!

Hoy en día, el segundo domingo de Cuaresma, tenemos un Evangelio particularmente hermoso, la Transfiguración del Señor. El evangelista Lucas pone especial atención al hecho de que Jesús se transfiguró mientras oraba: la suya es una experiencia profunda de la relación con el Padre en una especie de retiro espiritual que Jesús vive en una alta montaña en compañía de Pedro, Santiago y Juan , los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lucas 5:10, 8,51, 9,28). El Señor, que poco antes había predicho su muerte y resurrección (9:22), ofrece a sus discípulos antes de su gloria. E incluso en la Transfiguración, como en el bautismo, se oye la voz del Padre celestial: "Este es mi Hijo, el Elegido escuchadle" (9:35). La presencia de Moisés y Elías, que representa la Ley y los Profetas del Antiguo Testamento, es muy importante: toda la historia de la Alianza se centra en Él, el Cristo, que hace un nuevo "éxodo" (9:31) , no a la tierra prometida como en los tiempos de Moisés, sino al Cielo. La intervención de Pedro: "Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí" (9.33) representa el intento imposible de detener esta experiencia mística. San Agustín dice: "[Pedro] ... en la montaña ... tenía a Cristo como el alimento del alma. ¿Por qué iba a bajar para volver a los trabajos y dolores, mientras que estaba lleno de sentimientos de amor santo de Dios y que por lo tanto le inspiró una conducta santa" (Discurso 78,3: PL 38,491)?.

Al meditar en este pasaje del Evangelio, podemos extraer una enseñanza muy importante. En primer lugar, la primacía de la oración, sin que se reduzca todo el trabajo del apostolado y de caridad para el activismo. En Cuaresma, aprendemos a dar su debido tiempo a la oración, tanto personal como comunitaria, que da aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es aislarse del mundo y sus contradicciones, como en el Tabor quería hacer Pedro, pero la oración de vuelta al camino, a la acción. "La vida cristiana - que escribí en el Mensaje para la Cuaresma - consiste en un ascenso continuo de la montaña para encontrarse con Dios, antes de caer de nuevo con lo que el amor y el poder derivado de la misma, con el fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios "(n. 3).

Queridos hermanos y hermanas, la Palabra de Dios la siento especialmente dirigida a mí, en este momento de mi vida. ¡Gracias! El Señor me ha llamado a "subir a la montaña", para dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar la Iglesia, en efecto, si Dios me pide esto, es sólo para que yo pueda seguir sirviendo con la misma dedicación y el mismo amor con el que he intentado hacer hasta ahora, pero de una manera más adecuada para mi edad y para mí. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, ella siempre nos ayude a todos a seguir al Señor Jesús en la oración y obras de caridad.


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Tomado de

www.vatican.van
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Papa anuncia su renuncia - Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos



BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 13 de febrero de 2013
[Vídeo] 


Queridos hermanos y hermanas

Como sabéis —gracias por vuestra simpatía—, he decidido renunciar al ministerio que el Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste requiere. Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con que me habéis acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor nos guiará.




Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, miércoles de Ceniza, empezamos el tiempo litúrgico de Cuaresma, cuarenta días que nos preparan a la celebración de la Santa Pascua; es un tiempo de particular empeño en nuestro camino espiritual. El número cuarenta se repite varias veces en la Sagrada Escritura. En especial, como sabemos, recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó en el desierto: un largo período de formación para convertirse en el pueblo de Dios, pero también un largo período en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor estaba siempre presente. Cuarenta fueron también los días de camino del profeta Elías para llegar al Monte de Dios, el Horeb; así como el periodo que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el diablo. En la catequesis de hoy desearía detenerme precisamente en este momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en el Evangelio del próximo domingo.

Ante todo el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales y se halla frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es impulsado a ir a lo esencial y precisamente por esto le es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay siquiera vida, y es el lugar de la soledad, donde el hombre siente más intensa la tentación. Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos (cf. Lc 4, 1-13). Así Él carga nuestras tentaciones, lleva nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión.

Reflexionar sobre las tentaciones a las que es sometido Jesús en el desierto es una invitación a cada uno de nosotros para responder a una pregunta fundamental: ¿qué cuenta de verdad en mi vida? En la primera tentación el diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan para satisfacer el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4). En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús el camino del poder: le conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cf. vv. 5-8). En la tercera tentación, el diablo propone a Jesús que se arroje del alero del templo de Jerusalén y que haga que le salve Dios mediante sus ángeles, o sea, que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). ¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?

Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sólo «perdiendo» nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios. Actualmente ya no se puede ser cristiano como simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace en una familia cristiana y es formado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le propone continuamente, frente al juicio crítico de muchos contemporáneos.

Las pruebas a las que la sociedad actual somete al cristiano, en efecto, son muchas y tocan la vida personal y social. No es fácil ser fieles al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto en caso de embarazo indeseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la selección de embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de dejar de lado la propia fe está siempre presente y la conversión es una respuesta a Dios que debe ser confirmada varias veces en la vida.

Sirven de ejemplo y de estímulo las grandes conversiones, como la de san Pablo en el camino de Damasco, o san Agustín; pero también en nuestra época de eclipse del sentido de lo sagrado, la gracia de Dios actúa y obra maravillas en la vida de muchas personas. El Señor no se cansa de llamar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen engullidos por la secularización, como ocurrió con el ruso ortodoxo Pavel Florenskij. Después de una educación completamente agnóstica, hasta el punto de experimentar auténtica hostilidad hacia las enseñanzas religiosas impartidas en la escuela, el científico Florenskij llega a exclamar: «¡No, no se puede vivir sin Dios!», y cambió completamente su vida: tanto que se hace monje.

Pienso también en la figura de Etty Hillesum, una joven holandesa de origen judío que morirá en Auschwitz. Inicialmente lejos de Dios, le descubre mirando profundamente dentro de ella misma y escribe: «Un pozo muy profundo hay dentro de mí. Y Dios está en ese pozo. A veces me sucede alcanzarle, más a menudo piedra y arena le cubren: entonces Dios está sepultado. Es necesario que lo vuelva a desenterrar» (Diario, 97). En su vida dispersa e inquieta, encuentra a Dios precisamente en medio de la gran tragedia del siglo XX, la Shoah. Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se convierte en una mujer llena de amor y de paz interior, capaz de afirmar: «Vivo constantemente en intimidad con Dios».

La capacidad de oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe está testimoniada por otra mujer de nuestro tiempo: la estadounidense Dorothy Day. En su autobiografía, confiesa abiertamente haber caído en la tentación de resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista: «Quería ir con los manifestantes, ir a prisión, escribir, influir en los demás y dejar mi sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuánta búsqueda de mí misma había en todo esto!». El camino hacia la fe en un ambiente tan secularizado era particularmente difícil, pero la Gracia actúa igual, como ella misma subrayara: «Es cierto que sentí más a menudo la necesidad de ir a la iglesia, de arrodillarme, de inclinar la cabeza en oración. Un instinto ciego, se podría decir, porque no era consciente de orar. Pero iba, me introducía en la atmósfera de oración...». Dios la condujo a una adhesión consciente a la Iglesia, a una vida dedicada a los desheredados.

En nuestra época no son pocas las conversiones entendidas como el regreso de quien, después de una educación cristiana, tal vez superficial, se ha alejado durante años de la fe y después redescubre a Cristo y su Evangelio. En el Libro del Apocalipsis leemos: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para ser visitado por Dios, y precisamente por esto no debe dejarse invadir por los espejismos, las apariencias, las cosas materiales.

En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la fe, renovemos nuestro empeño en el camino de conversión para superar la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y para, en cambio, hacer espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre el cierre en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los demás podríamos decir que se corresponde con la alternativa de las tentaciones de Jesús: o sea, alternativa entre poder humano y amor a la Cruz, entre una redención vista en el bienestar material sólo y una redención como obra de Dios, a quien damos la primacía en la existencia. Convertirse significa no encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor se transformen en la cosa más importante.


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Tomado de
www.vatican.va

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Yo creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del eser humano



BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 6 de febrero de 2013
[Vídeo] 



Queridos hermanos y hermanas:

El Credo, que comienza calificando a Dios «Padre omnipotente», como meditamos la semana pasada, añade luego que Él es el «Creador del cielo y de la tierra», y retoma de este modo la afirmación con la que comienza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada Escritura en efecto se lee: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1): es Dios el origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia de Padre que ama.

Dios se manifiesta como Padre en la creación, en cuanto origen de la vida, y, al crear, muestra su omnipotencia. Las imágenes usadas por la Sagrada Escritura al respecto son muy sugestivas (cf. Is40, 12; 45, 18; 48, 13; Sal 104, 2.5; 135, 7; Pr 8, 27-29; Jb 38–39). Él, como un Padre bueno y poderoso, cuida de todo aquello que ha creado con un amor y una fidelidad que nunca decae, dicen repetidamente los Salmos (cf. Sal 57, 11; 108, 5; 36, 6). Así, la creación se convierte en espacio donde conocer y reconocer la omnipotencia del Señor y su bondad, y llega a ser llamamiento a nuestra fe de creyentes para que proclamemos a Dios como Creador. «Por la fe —escribe el autor de la Carta a los Hebreos— sabemos que el universo fue configurado por la Palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible» (11, 3). La fe, por lo tanto, implica saber reconocer lo invisible distinguiendo sus huellas en el mundo visible. El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y entender su lenguaje (cf. Sal 19, 2-5); pero es necesaria la Palabra de revelación, que suscita la fe, para que el hombre pueda llegar a la plena consciencia de la realidad de Dios como Creador y Padre. En el libro de la Sagrada Escritura la inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la clave de interpretación para comprender el mundo. En particular, ocupa un lugar especial el primer capítulo del Génesis, con la solemne presentación de la obra creadora divina que se despliega a lo largo de siete días: en seis días Dios realiza la creación y el séptimo día, el sábado, concluye toda actividad y descansa. Día de la libertad para todos, día de la comunión con Dios. Y así, con esta imagen, el libro del Génesis nos indica que el primer pensamiento de Dios era encontrar un amor que respondiera a su amor. El segundo pensamiento es crear un mundo material donde situar este amor, estas criaturas que le correspondan en libertad. Tal estructura, por lo tanto, hace que el texto esté caracterizado por algunas repeticiones significativas. Por ejemplo, se repite seis veces la frase: «Vio Dios que era bueno» (vv. 4.10.12.18.21.25), para concluir, la séptima vez, después de la creación del hombre: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (v. 31). Todo lo que Dios crea es bello y bueno, impregnado de sabiduría y de amor; la acción creadora de Dios trae orden, introduce armonía, dona belleza. En el relato del Génesis emerge luego que el Señor crea con su Palabra: en el texto se lee diez veces la expresión «Dijo Dios» (vv. 3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Es la palabra, elLogos de Dios, lo que está en el origen de la realidad del mundo; y al decir: «Dijo Dios», fue así, subraya el poder eficaz de la Palabra divina. El Salmista canta de esta forma: «La Palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos... porque Él lo dijo, y existió; Él lo mandó y todo fue creado» (33, 6.9). La vida brota, el mundo existe, porque todo obedece a la Palabra divina.

Pero hoy nuestra pregunta es: en la época de la ciencia y de la técnica, ¿tiene sentido todavía hablar de creación? ¿Cómo debemos comprender las narraciones del Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias naturales; quiere en cambio hacer comprender la verdad auténtica y profunda de las cosas. La verdad fundamental que nos revelan los relatos del Génesis es que el mundo no es un conjunto de fuerzas entre sí contrastantes, sino que tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la Razón eterna de Dios, que sigue sosteniendo el universo. Hay un designio sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la base de todo exista esto, ilumina cualquier aspecto de la existencia y da la valentía para afrontar con confianza y esperanza la aventura de la vida. Por lo tanto, la Escritura nos dice que el origen del ser, del mundo, nuestro origen no es lo irracional y la necesidad, sino la razón y el amor y la libertad. De ahí la alternativa: o prioridad de lo irracional, de la necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor. Nosotros creemos en esta última posición.

Pero quisiera decir una palabra también sobre aquello que es el vértice de toda la creación: el hombre y la mujer, el ser humano, el único «capaz de conocer y amar a su Creador» (const. past.Gaudium et spes, 12). El Salmista, mirando a los cielos, se pregunta: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?» (8, 4-5). El ser humano, creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo. A veces, mirando fascinados las enormes extensiones del firmamento, también nosotros hemos percibido nuestra limitación. El ser humano está habitado por esta paradoja: nuestra pequeñez y nuestra caducidad conviven con la grandeza de aquello que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros.

Los relatos de la creación en el Libro del Génesis nos introducen también en este misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el proyecto de Dios sobre el hombre. Antes que nada afirman que Dios formó al hombre con el polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra; pero significa también que venimos de la tierra buena, por obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad fundamental: todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones obradas por la cultura y la historia, más allá de toda diferencia social; somos una única humanidad plasmada con la única tierra de Dios. Hay, luego, un segundo elemento: el ser humano se origina porque Dios sopla el aliento de vida en el cuerpo modelado de la tierra (cf. Gn 2, 7). El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27).Todos, entonces, llevamos en nosotros el aliento vital de Dios, y toda vida humana —nos dice la Biblia— está bajo la especial protección de Dios. Esta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana contra toda tentación de valorar a la persona según criterios utilitaristas y de poder. El ser a imagen y semejanza de Dios indica luego que el hombre no está cerrado en sí mismo, sino que tiene una referencia esencial en Dios.

En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos imágenes significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal y la serpiente (cf. 2, 15-17; 3, 1-5). El jardín nos dice que la realidad en la que Dios puso al ser humano no es una foresta salvaje, sino un lugar que protege, nutre y sostiene; y el hombre debe reconocer el mundo no como propiedad que se puede saquear y explotar, sino como don del Creador, signo de su voluntad salvífica, don que se ha de cultivar y custodiar, que se debe hacer crecer y desarrollar en el respeto, en la armonía, siguiendo en él los ritmos y la lógica, según el designio de Dios (cf. Gn 2, 8-15). La serpiente es una figura que deriva de los cultos orientales de la fecundidad, que fascinaban a Israel y constituían una constante tentación de abandonar la misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la tentación que sufrieron Adán y Eva como el núcleo de la tentación y del pecado. ¿Qué dice, en efecto, la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una pregunta solapada: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3, 2). De este modo la serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que priva de la libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida. La tentación se convierte en la de construirse solos el mundo donde se vive, de no aceptar los límites de ser creatura, los límites del bien y del mal, de la moralidad; la dependencia del amor creador de Dios se ve como un peso del que hay que liberarse. Este es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se desvirtúa la relación con Dios, con una mentira, poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se ven alteradas. Entonces el otro se convierte en un rival, en una amenaza: Adán, después de ceder a la tentación, acusa inmediatamente a Eva (cf. Gn 3, 12); los dos se esconden de la mirada de aquel Dios con quien conversaban en amistad (cf. 3, 8-10); el mundo ya no es el jardín donde se vive en armonía, sino un lugar que se ha de explotar y en el cual se encubren insidias (cf. 3, 14-19); la envidia y el odio hacia el otro entran en el corazón del hombre: ejemplo de ello es Caín que mata al propio hermano Abel (cf. 4, 3-9). Al ir contra su Creador, en realidad el hombre va contra sí mismo, reniega de su origen y por lo tanto de su verdad; y el mal entra en el mundo, con su penosa cadena de dolor y de muerte. Cuanto Dios había creado era bueno, es más, muy bueno; después de esta libre decisión del hombre a favor de la mentira contra la verdad, el mal entra en el mundo.

De los relatos de la creación, quisiera poner de relieve una última enseñanza: el pecado engendra pecado y todos los pecados de la historia están vinculados entre sí. Este aspecto nos impulsa a hablar del llamado «pecado original». ¿Cuál es el significado de esta realidad, difícil de comprender? Desearía solamente mencionar algún elemento. Antes que nada debemos considerar que ningún hombre está cerrado en sí mismo, nadie puede vivir solo de sí y para sí; nosotros recibimos la vida de otro y no sólo en el momento del nacimiento, sino cada día. El ser humano es relación: yo soy yo mismo sólo en el tú y a través del tú, en la relación del amor con el Tú de Dios y el tú de los demás. Pues bien, el pecado consiste en enturbiar o destruir la relación con Dios, esta es su esencia: destruir la relación con Dios, la relación fundamental, situarse en el lugar de Dios. ElCatecismo de la Iglesia católica afirma que con el primer pecado el hombre «hizo la elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de creatura y, por tanto, contra su propio bien» (n. 398). Alterada la relación fundamental, se comprometen o se destruyen también los demás polos de la relación, el pecado arruina las relaciones, así arruina todo, porque nosotros somos relación. Ahora, si la estructura relacional de la humanidad está turbada desde el inicio, todo hombre entra en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, entra en un mundo turbado por el pecado, del cual es marcado personalmente; el pecado inicial menoscaba e hiere la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 404-406). Y el hombre por sí solo, uno solo, no puede salir de esta situación, no puede redimirse solo; solamente el Creador mismo puede restaurar las justas relaciones. Sólo si Aquél de quien nos hemos alejado viene a nosotros y nos tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden reanudarse. Esto acontece en Jesucristo, que realiza exactamente el itinerario inverso del que hizo Adán, como describe el himno en el segundo capítulo de la Carta de San Pablo a los Filipenses (2, 5-11): así como Adán no reconoce que es creatura y quiere ponerse en el lugar de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, está en en una relación filial perfecta con el Padre, se abaja, se convierte en siervo, recorre el camino del amor humillándose hasta la muerte de cruz, para volver a poner en orden las relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte de este modo en el nuevo árbol de la vida.

Queridos hermanos y hermanas, vivir de fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de creaturas dejando que el Señor la colme con su amor y crezca así nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de dolor y de sufrimiento, es un misterio que la luz de la fe ilumina, que nos da la certeza de poder ser liberados de él: la certeza de que es bueno ser hombre.


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Tomado de
www.vatican.va

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Yo creo en Dios: el Padre todopoderoso



BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 30 de enero de 2013
[Vídeo] 



Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado nos detuvimos en las palabras iniciales del Credo: «Creo en Dios». Pero la profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Así que desearía reflexionar ahora con vosotros sobre la primera, fundamental, definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es Padre.

No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo en el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass mediaen el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza.

Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra qué significa verdaderamente ser «padre»; y es sobre todo el Evangelio lo que nos revela este rostro de Dios como Padre que ama hasta el don del propio Hijo para la salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente más grande, más fiel, más total que el de cualquier hombre. «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra? —dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre—; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7, 9-11; cf. Lc 11, 11-13). Dios nos es Padre porque nos ha bendecido y elegido antes de la creación del mundo (cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús (cf. 1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra existencia, dándonos su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu.

Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los pájaros del cielo sin que estos tengan que sembrar y cosechar, y cubre de colores maravillosos las flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt 6, 26-32; Lc 12, 24-28); y nosotros —añade Jesús— valemos mucho más que las flores y los pájaros del cielo. Y si Él es tan bueno que hace «salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45), podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de Padre cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).

Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca, puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como sigue repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136, recorriendo toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo, hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en una roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la crisis y del tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos deja solos y está siempre cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.

Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 9.11). Él es «imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los Colosenses, «primogénito de toda criatura... primogénito de los que resucitan entre los muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1, 13-20).

La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del amor divino. Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es Padre dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad, «Abba, Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar, nos invita a decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11, 2-4).

Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo 103, el gran canto de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es precisamente nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste su grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.

Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo, que muere y resucita por nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el hombre, solo, jamás habría podido hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo, como cordero inocente, y vuelve a abrirnos el camino hacia la comunión con Dios, nos hace verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio pascual, donde se revela con toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en la Cruz gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios como «Padre todopoderoso».

Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un Dios omnipotente mirando hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que llega hasta el punto de matar al Hijo de Dios? Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor. Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios no puede ser omnipotente; de otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo. En realidad, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace problemático, difícil, creer en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio en ídolos, cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta omnipotencia «mágica» y en sus ilusorias promesas.

Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente del nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los nuestros (cf. Is 55, 8) y también su omnipotencia es distinta: no se expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios desea que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente débil —Dios parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres... Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (11, 23-24a.26).

Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes desea tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios no conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón; al odio homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente está vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha sido derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co 15, 26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co15, 54-55), y nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios.

Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso», expresamos nuestra fe en el poder del amor de Dios que en su Hijo muerto y resucitado derrota el odio, el mal, el pecado y nos abre a la vida eterna, la de los hijos que desean estar para siempre en la «Casa del Padre». Decir «Creo en Dios Padre todopoderoso», en su poder, en su modo de ser Padre, es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestro pensamiento, de todo nuestro afecto, de todo nuestro modo de vivir.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, y de testimoniarlo en el amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación, para vivir en plenitud las realidades del Credo, en el abandono confiado al amor del Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la verdadera omnipotencia y salva.


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Tomado de
www.vatican.va

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ESPECIAL DE CUARESMA 2013


Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas. 

Acuérdate de mí con misericordia.
Tú, que haces caminar a los humildes con rectitud.


Salmo 24.




"No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que 
sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). 

La Palabra de Dios nos manifiesta el valor de las cosas y, lo más importante, de la propia existencia. La Palabra de Dios nos une a Dios.

1º DOMINGO DE CUARESMA






Homilía del Domingo 1º de Cuaresma (C), 17 de Febrero del 2013

Jesús es tentado







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Sobre la renuncia del Papa - Texto de la renuncia

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.





Desde luego que en los periódicos no falta imaginación. Lo que sí se nota con frecuencia es la falta de seriedad, conocimiento del tema a fondo, responsabilidad y respeto al lector. Con frecuencia se escriben cosas sin sustento en temas serios.


El Comercio de Lima nos ha reproducido un artículo de David Gardner, editor de asuntos internacionales del Financial Times, al que conviene dar un repaso.

El Financial Times ha estado navegando sin rumbo en lo de las burbujas de USA y Europa. No se enteró de lo que venía, cuando estaba a las puertas, y ha vaticinado lo peor por las medidas tomadas por Europa y España. La última y tristona reunión de Davos, pese al magnífico panorama suizo, no le ha servido para dar alguna nueva idea luminosa.

Es verdad que las cosas son difíciles y errar es humano. Pero eso no es razón para dictaminar sobre lo que no se sabe. Para ellos este pontificado habría sido un desastre y por ello se retira ante el fracaso. A esto viene a resumirse lo que han escrito Gardner y otros “enterados” sobre las “causas” del humilde gesto de renuncia del Papa Benedicto XVI.

Según su modo de pensar nada en la Iglesia de Jesús es inmutable y debería por tanto capear el temporal moderno con el sacerdocio femenino, vía libre al homosexualismo, al aborto, a la supresión de un credo obligatorio para ser miembro de ella y de necesaria aceptación de un conjunto de principios morales si se es católico. Carecen ya de valor las palabras de Jesús: “Vayan por todo el mundo y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mc 16, 15-16). Y lo de Mateo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Tales periodistas con frecuencia no son ni católicos, hasta se profesan agnósticos (“no sé, no me diga nada sobre el asunto”) y aun ateos. Curiosamente se atribuyen el derecho de decirnos a los católicos qué es lo que tenemos que creer y hacer y se lo quitan al Papa y los Obispos, que son nuestras autoridades.

Lo más molesto me resulta que hablen sin conocer a fondo la doctrina de la Iglesia Católica en el orden dogmático y en el moral. No tienen que inventarla, precisamente ellos, que no creen en ella.

Por lo demás el Papa, aun sin entrar en detalles, ha dicho claro las causas de su renuncia. Viene teniendo la experiencia desde hace algún tiempo de que sus fuerzas llegaron al límite y no tiene el vigor que antes tenía para estudiar los problemas y tomar las decisiones acertadas. Es un hecho general en las personas de su edad, pero en su caso le impiden hacer su trabajo con la perfección que piensa debería ser..

Que el Papa es un hombre de oración, lo sabemos. El hombre religioso trata estas cosas con Dios. Normal, pues, que el Papa interrogase a Dios en su oración. Para Él no era nada escandaloso que un Papa, viendo su carencia de fuerzas para desempeñar bien del todo su misión, renunciase. Seguro que ha pedido luz a Dios en su oración. Habrá medido la disminución de sus fuerzas y la fatiga física y psicológica que siente a veces. Es normal que haya consultado a personas, capaces, eso sí, de guardar la debida reserva. En la oración Dios actúa con señales de su voluntad, que el Papa conoce, para manifestar su voluntad; es un asunto conocido por teólogos y hombres de oración. No cabe duda que cualquier gobierno desgasta y el de la Iglesia actual es normal que lo haga en mayor grado (no se elige un Papa para que viva cómodo y meramente sonría ante la gente, sino para que gobierne); y basta ser un poco responsable para darse cuenta que esto a la larga es duro y desgasta. Que esto haya ocurrido, no es extraño, ni supone culpa de nadie; es ley de vida.

Cierto que hace falta humildad para reconocerlo. Y Benedicto XVI la ha tenido para obrar en consecuencia. A través de todas esas señales Dios le ha manifestado su voluntad. Ha llegado el momento de dejar el mando. Lo hace sin resistencia. Dios lo quiere así. La Iglesia se lo agradece y sabe que la seguirá sirviendo con su oración y su cruz. Que Dios le bendiga. Y nosotros se lo pedimos.

Pero la causa no es ningún fracaso. En ese caso habría que afirmar que Cristo fracasó, fracasaron los mártires, y de fracaso en fracaso la Iglesia va realizando la misión que Jesús le encomendó y garantizó que cumpliría. Hasta el fin de los tiempos –dice Cristo– habrá quienes crean y quienes se nieguen a creer. Se salvarán los que hayan creído.


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A continuación reproducimos el texto completo del anuncio realizado por el Papa Benedicto XVI:

"Queridísimos hermanos,
Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia.
Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino.
Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando.
Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.
Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.
Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice.
Por lo que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria.
Vaticano, 10 de febrero 2013
BENEDICTUS PP. XVI".