Se hizo hombre



BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 9 de enero de 2013



Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo navideño nos detenemos una vez más en el gran misterio de Dios que descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó; se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él.

En estos días ha resonado repetidas veces en nuestras iglesias el término «Encarnación» de Dios, para expresar la realidad que celebramos en la Santa Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero, ¿qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación deriva del latín «incarnatio». San Ignacio de Antioquía —finales del siglo I— y, sobre todo, san Ireneo usaron este término reflexionando sobre el Prólogo del Evangelio de san Juan, en especial sobre la expresión: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). Aquí, la palabra «carne», según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el hombre, pero precisamente bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto para decirnos que la salvación traída por el Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en que se encuentre. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el nombre de «Abbá, Padre» y ser verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939cf. Catecismo de la Iglesia católica, 460).

«El Verbo se hizo carne» es una de esas verdades a las que estamos tan acostumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que expresa. Y efectivamente en este período navideño, en el que tal expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se está más atento a los aspectos exteriores, a los «colores» de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía obrar y donde podemos entrar solamente con la fe. El Logos, que está junto a Dios, el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1, 1), por quien fueron creadas todas las cosas (cf. 1, 3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1, 4-5; 1, 9), se hace uno entre los demás, establece su morada en medio de nosotros, se hace uno de nosotros (cf. 1, 14). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «El Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (const. Gaudium et spes, 22). Es importante entonces recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.

Desearía poner de relieve un segundo elemento. En la Santa Navidad, a menudo, se intercambia algún regalo con las personas más cercanas. Tal vez puede ser un gesto realizado por costumbre, pero generalmente expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración sobre las ofrendas de la Misa de medianoche de la solemnidad de Navidad la Iglesia reza así: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está en el centro de la liturgia y recuerda a nuestra conciencia el don originario de la Navidad: Dios, en aquella noche santa, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios hizo de su Hijo único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran don. También en nuestro donar no es importante que un regalo sea más o menos costoso; quien no logra donar un poco de sí mismo, dona siempre demasiado poco. Es más, a veces se busca precisamente sustituir el corazón y el compromiso de donación de sí mismo con el dinero, con cosas materiales. El misterio de la Encarnación indica que Dios no ha hecho así: no ha donado algo, sino que se ha donado a sí mismo en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas por la gratuidad del amor.

Quisiera ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, de Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar determinados, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf.Lc 2, 1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles para continuar su misión, y terminó el curso de su vida terrena en la cruz. Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico. Dios no se quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir, compartiendo nuestra misma experiencia, menos en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros estudiamos cuando éramos jóvenes, con su esencialidad, ante la pregunta: «¿Qué debemos hacer para vivir según Dios?», da esta respuesta: «Para vivir según Dios debemos creer las verdades por Él reveladas y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la oración». La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.

Propongo un último elemento para vuestra reflexión. San Juan afirma que el Verbo, el Logos estaba desde el principio junto a Dios, y que todo ha sido hecho por medio del Verbo y nada de lo que existe se ha hecho sin Él (cf. Jn 1, 1-3). El evangelista hace una clara alusión al relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del libro del Génesis, y lo relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento se han de leer siempre juntos, y a partir del Nuevo se abre el sentido más profundo también del Antiguo. Aquel mismo Verbo, que existe desde siempre junto a Dios, que Él mismo es Dios y por medio del cual y en vista del cual todo ha sido creado (cf. Col 1, 16-17), se hizo hombre: el Dios eterno e infinito se ha sumergido en la finitud humana, en su criatura, para reconducir al hombre y a toda la creación hacia Él. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera» (n. 349). Los Padres de la Iglesia han comparado a Jesús con Adán, hasta definirle «segundo Adán» o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios tiene lugar una nueva creación, que dona la respuesta completa a la pregunta: «¿Quién es el hombre?». Sólo en Jesús se manifiesta completamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reafirma con fuerza: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (const.Gaudium et spes, 22; cf. Catecismo de la Iglesia católica, 359). En aquel niño, el Hijo de Dios que contemplamos en Navidad, podemos reconocer el rostro auténtico, no sólo de Dios, sino el auténtico rostro del ser humano. Sólo abriéndonos a la acción de su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios sobre nosotros, sobre cada uno de nosotros.

Queridos amigos, en este período meditemos la grande y maravillosa riqueza del misterio de la Encarnación, para dejar que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.


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Tomado de:
www.vatican.va

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Jesús de Nazaret - 7º Parte

P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



4. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas

Rasgo típico de su enseñanza. Por medio de ellas invita al banquete del Reino, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo; las palabras no bastan, hacen falta obras. Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra? ¿Qué hace con los talentos recibidos? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para «conocer los Misterios del Reino de los cielos» (Mt 13, 11). Para los que están «fuera», la enseñanza de las parábolas es algo enigmático.


5. Los milagros

Son signos sensibles que lleva a cabo Jesús y testimonian que el Padre le ha enviado a salvar a todo el género humano. Invitan a creer en Jesús. Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios.

Pero también pueden ser «ocasión de escándalo» (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios.

Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos;  no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás. «Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12, 28). 
Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios. Anticipan la gran victoria de Jesús sobre «el príncipe de este mundo» (Jn 12, 31).  Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: «Dios reinó desde el madero de la Cruz».


6. Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor.

En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31).  Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle» (Lc 9, 35). Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para «entrar en su gloria» (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías.

La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios.  La nube indica la presencia del Espíritu Santo. En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el Bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro bautismo; la Transfiguración «es el sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección.  Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo.

La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios».

 

7. La subida de Jesús a Jerusalén

«Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9, 51). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección. Al dirigirse a Jerusalén dice: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33).
Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén. Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!» (Mt 23, 37b).

Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una vez más el deseo de su corazón: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19, 41-42).





Continuará.


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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Homilía del 3º Domingo de TO(C), 27 de Enero del 2013

El Espíritu Santo en Cristo,
el Espíritu Santo en nosotros

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Ne 8,2-6.8-10; ICor 12,12-30; Lc 1,14;4,14-21


Esdras, un sacerdote, y Nehemías, un laico, funcionario  nombrado gobernador de Judea por el rey persa, son los elegidos por Dios para realizar su voluntad de acabar con el destierro en Babilonia, castigo de sus idolatrías. No fue fácil, pero ayudados por Dios lo consiguieron. Lograron animar a la vuelta a miles de sus hermanos y repoblaron Jerusalén, reconstruyeron la ciudad y las murallas y el templo. Los libros bíblicos de Esdras y Nehemías, que originalmente formaban un solo volumen, narran su obra.
Aquel pueblo, pese a sus gravísimos desvaríos del pasado, seguía siendo el “Pueblo elegido”. Dios es fiel y como lo prometió, no les fue mal en Babilonia. Muchos judíos tuvieron puestos importantes en  la administración del estado; la religión y la cultura judías eran apreciadas. De hecho un buen número de judíos quedó todavía en tierra de Babilonia.
Tales hechos nos muestran que Dios no está ausente, sino dirige el mundo con su providencia. Ninguno de los hombres le somos indiferentes y todo lo organiza para bien de los que quiere salvar, que son todos los hombres (c. Ro 8,28). Y como vemos en esta lectura y otras muchas que podríamos seleccionar, Dios tiene una voluntad sobre cómo ha de ser nuestra conducta en este mundo, que debe estar integrada por actos religiosos y también por actos, digamos, profanos. Entiendo por actos profanos aquellos que no se dirigen inmediatamente a Dios, sino a las cosas del mundo, a la atención de las propias necesidades y también ajenas de esta vida terrena.
El hombre es el único ser en el mundo semejante a Dios, que le puede conocer, agradecer, alabar, reconocer, amar. Es tan importante este fin del hombre, que para él ha creado todo el resto de la creación. La vida ciudadana, la familia, el necesario trabajo, toda actividad que desarrolle los dones que Dios ha puesto en nuestras manos, deben integrarse en un conjunto, inspirado por la palabra de Dios, donde se realice y brille la fe en la bondad y amor de Dios. Por eso no es buen cristiano quien vacía su vida religiosa de deberes profesionales o sociales, ni lo es el que en el otro extremo prescinde de Dios en su vida y se limita a simplemente a no hacer mal a nadie. Cristo condenará en el juicio final a los que se limiten a no hacer el mal. Al comienzo de la misa pedimos perdón también por los pecados de omisión.
La segunda lectura desarrolla la explicación de la Iglesia como cuerpo de Cristo, que es su cabeza y fuente de vida, siendo sus miembros todos nosotros, animados por el Espíritu, que nos da Cristo y hemos recibido en el bautismo y la confirmación. El mismo Espíritu suscita en cada uno misiones diferentes y complementarias, que sirven al conjunto de la Iglesia en el cumplimiento de su misión en el mundo. Misiones y ministerios diferentes son los propios del Papa, los de los obispos, sacerdotes, profesores de teología, padres y madres de familia, religiosos y religiosas, etc. Es imposible hacer una lista completa. Lo importante es estar activo.
Pero quisiera advertir una cosa. Un miembro del cuerpo, por ejemplo el oído, necesita que participe de la vida del conjunto para oír y distinguir los diversos sonidos. Cada uno de nosotros necesitamos de la participación del Espíritu para poder servir a la Iglesia. Por eso la unión con Cristo por los sacramentos, la oración y las virtudes sobrenaturales (fe, esperanza y caridad). Por eso es tan importante la misa dominical. Nos pone al pie de la cruz; en ella el Corazón de Jesús nos da a beber del agua y sangre que brotan de su costado y nos da una inyección de Espíritu que renueva nuestras fuerzas espirituales.
El texto del evangelio contiene primero los cuatro versículos del comienzo del libro y luego salta los misterios de la infancia de Jesús, su bautismo y tentaciones, y nos lleva directamente al comienzo de su apostolado. En rigor no parece que Jesús empezase su obra apostólica en Nazaret, pero a Lucas interesa subrayar que Jesús, lleno del Espíritu Santo en el bautismo, es llevado por su fuerza a la oración del desierto y en toda su vida apostólica, y que esto cumplía lo predicho por Isaías en las profecías del Siervo, que anuncian lo más destacado de la figura del Mesías.
“El Espíritu Santo está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos (del pecado) la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor… Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír”. Lucas quiere subrayar que la humanidad de Cristo fue capaz de ser instrumento y transparentar la presencia de Dios porque el Espíritu Santo habitaba en ella. Lucas indica también, cuando recuerda las últimas recomendaciones de Jesús antes de la ascensión, que ese mismo Espíritu Santo necesitaban los apóstoles y todos los creyentes para realizar su misión. Por eso les dice: “Quédense en la ciudad hasta que sean revestidos del poder de lo alto” (Lc 26,49).
Recordemos que estamos en el Año de la fe. Para testimoniar nuestra fe y dar razón de ella (1Pe 3,15) debemos estudiarla, sí; pero sobre todo debemos pedir que el Espíritu Santo nos llene. Esto es lo que hizo aquella primera comunidad de Jerusalén y por eso fue tan fecunda. Esto deben hacer las familias, las personas, los grupos, las parroquias.
Que María Santísima, que por obra del Espíritu fue hecha Madre de Dios, como Madre también de la Iglesia, nos alcance esa gracia.



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Jesús anuncia su misión

P. Adolfo Franco, S.J.


Lucas 1, 1-4; 4, 14-21

Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret como el cumplimiento de las promesas del Padre y anuncia su misión de Salvador.



La lectura del Evangelio de este domingo recoge dos párrafos, que en el mismo Evangelio de San Lucas están separados.

El primer párrafo expresa la voluntad del Evangelista San Lucas de ser muy cuidadoso en la transmisión de los datos y narraciones que hará en su Evangelio. Es el testimonio de un hombre que tiene la intención de ser objetivo y fiel a la verdad de todo lo que va a narrar. Con esto quiere dar un sello de autenticidad a lo que escribe, y manifiesta su cuidado al buscar las fuentes en que se basa todo lo que escribirá: un verdadero testimonio de historicidad. Y todo tiene como finalidad dar una base sólida a la fe; fe que se sustenta precisamente en la realidad de todo lo acontecido en Jesús de Nazaret.

El segundo párrafo es el comienzo de la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, la ciudad donde se había criado. Este hecho de la predicación de Jesús en su ciudad natal tiene dos momentos: uno de afirmación clara de Jesús sobre su mesianidad; el segundo, la confrontación y el rechazo de sus paisanos. Pero el evangelio de este domingo sólo contiene el primer momento: la afirmación de Jesús sobre su mesianismo.

Jesús ha tomado el rollo que debía leer en la sinagoga, y delante de todos lee uno de los párrafos del profeta Isaías en que se habla del futuro Mesías; en ese párrafo se señala la actividad bienhechora del Mesías (Is 61, 1-2). Si se quería identificar al Mesías, éste debía tener unas características, y una de las principales debía ser su bondad especialmente con los más necesitados. En el mismo profeta Isaías se indican en diversos capítulos otra serie de características del Mesías.

De entre todas esas características, Jesús en su presentación escoge, lee y subraya ésta: La unción que ha recibido el Mesías es para: “anunciar a los pobres la Buena Noticia... para proclamar la liberación a los cautivos... para dar la vista a los ciegos... para dar libertad a los oprimidos... para proclamar un año de gracia del Señor”.  Y es que Jesús (esa sería la intención del Evangelista San Lucas) quiere en esta primera presentación pública, mostrar todo un panorama de su futura actuación en la vida pública durante tres años. Y en esta primera predicación en público hay varias afirmaciones: Yo soy el Mesías, el Enviado de Dios, el Ungido, el cumplimiento de todas las promesas del A. T. Y mi venida, sigue destacando Jesús, es para enseñar la Buena Nueva y para redimir: y redimir a cada uno de aquello que necesita. Así resume El su futura actividad: manifestar la Revelación y realizar la Redención.

Su predicación es calificada de Buena Nueva. La de Jesús es una enseñanza Nueva; no quita su relación con lo revelado ya por Dios en el A. T., a través de los autores inspirados. Pero su enseñanza tiene un aporte que da la plenitud a todo lo anterior. Con frecuencia Jesús hablará de esto. En todo el sermón del monte, recogido por San Mateo, tendrá esa serie de afirmaciones: “se dijo a los antiguos, pero yo les digo...” Cuando se enfrente en tantas oportunidades con los fariseos, dirá: no se pone un remiendo nuevo a un paño viejo, no se echa el vino nuevo en odres viejos. El nos hablará de un mandamiento nuevo: “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen los unos a los otros, como yo les he amado”. El nos dará a conocer el misterio interior de la vida de Dios, y de que es Padre, y de que habita en nosotros. Viene a predicar la Buena Nueva.

Y viene a redimirnos: Darnos la posibilidad de la salvación eterna, liberarnos de todas las cegueras, de todas las esclavitudes, para darnos un año (un tiempo definitivo) en que la gracia de Dios estará con nosotros. Este es en resumen el contenido de esta bella primera presentación de Jesucristo, anunciando su actividad en la sinagoga de Nazaret.

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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Homilía del Domingo 2º TO (C), 20 de Enero del 2013


La Iglesia esposa de Cristo

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas Is 62,1-5; S 95,1-3.7-10; 1Cor 12,4-11; Jn 2,1-12




Las lecturas de hoy nos ofrecen la oportunidad de reflexionar sobre la Iglesia como esposa de Cristo. La primera es parte de una profecía del final del exilio en Babilonia. El pueblo de Judá, identificado en los textos sagrados con los nombres de Sión, el antiguo de Jerusalén, y del mismo Jerusalén, conquistada por David y erigida capital del reino, fue castigado por sus pecados de idolatría. Perdió su independencia política, que de hecho no la recuperaría ya hasta tiempos muy recientes. Jerusalén fue conquistada por el rey Nabucodonosor, el templo fue destruido, sus habitantes fueron llevados al destierro de Babilonia y allí estuvieron por unos 70 años. No les fue mal, porque Dios los protegió. El año 538 a.C. el rey Ciro permitió la vuelta a Palestina. La Biblia habla de Ciro como del instrumento que Dios usa para mostrar su benevolencia y protección con su pueblo. Dios se designa a sí mismo como el esposo fiel a su esposa, pese a sus gravísimas infidelidades y traiciones constantes. Porque Israel ha traicionado a Dios repetidamente. Ha ido tras dioses falsos, les ha erigido santuarios y ofrecido sacrificios, incluso les ha ofrecido sacrificios humanos, hasta hubo reyes que  sacrificaron a sus propios hijos.
Pero también el pueblo de Israel y su capital Jerusalén, son también un símbolo de la Iglesia. De ella está perpetuamente enamorado el esposo y le hará compartir  todos sus bienes. Incluso aunque ella le traicione, como en el caso de la esposa del profeta Oseas, Dios el esposo, al que representa Oseas, no dejará de ser fiel a su amor. También en la Virgen María ve la Iglesia realizada, ahora en forma positiva, la figura de la esposa fiel y predilecta del Señor. Por eso lo que la Biblia canta de Israel, Jerusalén, María y la Iglesia se intercambian con frecuencia.
Dios se regocija en su Iglesia, es decir en todos nosotros que la formamos por el bautismo y el don del Espíritu, siendo verdad esto: «Ya no te llamarán “abandonada”…a ti te llamarán “mi favorita”, y a tu tierra “desposada”, porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá esposo. La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo». Que éste sea el talante más frecuente de nuestra relación con Dios, con esta alegría vengamos a la misa de cada domingo, abramos la Biblia para leerla, iniciemos la jornada para servirle.
También en el Nuevo Testamento la unión de Cristo con la Iglesia aparece bajo el símbolo matrimonial. Pero la lectura de hoy de la carta primera a los Corintios utiliza la comparación de la unión del cuerpo y del espíritu humano. Ambos símbolos se complementan y llaman uno a otro. Porque Dios creó a la mujer del cuerpo del hombre, infundiéndole de su espíritu y Cristo hizo la Iglesia de la sangre de su costado y continúa dándole vida con la eucaristía y el bautismo, simbolizadas en la sangre y agua que brotan del costado de Cristo tras la lanzada. De esta manera explica San Pablo la unidad de los miembros entre sí y con Cristo y la presencia del Espíritu en el todo de la Iglesia y en cada uno de nosotros, sus miembros. Como Eva es creada del cuerpo de Adán, la Iglesia, como esposa nace del cuerpo de Cristo. Forma con Cristo un solo cuerpo. Cristo es la cabeza, el miembro más importante, del que todo fiel vive por estar unido a Él. El Espíritu de Cristo, siendo uno y el mismo en cada uno de sus miembros, está en cada uno, aunque desarrolle funciones diversas. Un miembro del cuerpo oye y otro, por ejemplo ve, así en la Iglesia todos somos miembros con el mismo Espíritu, pero tenemos distintas funciones. Unos sirven a la Iglesia enseñando, otros gobernando, otros orando, otros hacen milagros, otros atienden a los enfermos…otros son unos magníficos padres y madres,… Estos son los diversos ministerios, dones y carismas. Todos son dones de Dios para el servicio de la Iglesia. El don más importante es el de la caridad. El valor de nuestro servicio es el de nuestra caridad.
El evangelio nos enseña que Jesús acepta y bendice la institución natural del amor humano y del matrimonio. Establece una continuidad entre el orden natural y el sobrenatural. No sólo con la oración y los sacramentos; también con el trabajo y la actividad en las instituciones humanas naturales, el cristiano, obrando según el Espíritu, se eleva a sí mismo en el orden divino y eleva las mismas cosas para que sirvan a Dios. María está allí, al comienzo de una nueva familia, como estará al comienzo de la vida de la Iglesia en sus dos momentos cumbres: el Calvario y Pentecostés. María, como Madre de la Iglesia, atiende a sus necesidades fundamentales, como fue entonces la del vino, y hace que sean satisfechas en abundancia. María está donde los discípulos de su Hijo están. No les falta el vino del Espíritu.
La Iglesia no olvida nunca a María como intercesora de nuestras oraciones. Ella misma representa a la totalidad de la Iglesia, nacida de la fe, nacida de haber acogido la “Palabra”, cuyo alimento fundamental es meditar la palabra en su corazón.
No quiso la Madre que en Caná faltase el vino, como no quiere que en su Iglesia falten el don de la Eucaristía y el del Espíritu. 
“Hagan lo que Él les diga”, dijo y nos dice María. El discípulo de Cristo aprecia la Eucaristía. Vive de ella. El domingo es el día más importante de la semana, porque ese día con toda la Iglesia universal se reúne con Cristo, escucha atento la Palabra como María, llena su corazón con el vino de la Eucaristía y, como la Eucaristía es “el culmen y la fuente de la vida cristiana”, participa en ella con el corazón más abierto, la felicidad más grande y un amor a Dios y a sus hermanos los hombres que carece de fronteras.
Por medio de nuestra Madre demos a Dios gracias y dejemos a la Palabra que transforme nuestro corazón.



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Las bodas de Caná: representación de la redención

P. Adolfo Franco, S.J.


Juan, 2, 1-12

Las bodas de Caná, expresan el lenguaje del amor de Dios, en la obra de nuestra salvación


San Juan se encarga bien de subrayar que este milagro de las bodas de Caná es el primer milagro que hizo Jesús. Estaba Jesús acompañado por su Madre y por el primer grupo de apóstoles, recién llamados. San Juan además prefiere llamar “signo” a esta actuación de Jesús, más que milagro; y esto, no porque no sea un milagro, una actuación por encima de lo natural y que es sólo propia de Dios, sino porque lo que importa que consideremos es su significado, y no tanto su aspecto de prodigio.

Y el significado de este hecho milagroso de Jesús es muy grande y muy profundo. San Juan, al narrar el milagro del agua convertida en vino (y en un banquete de bodas), ya está adelantando una relación matrimonial de Jesús con la humanidad salvada, en la que la boda se celebra con un vino nuevo, la propia sangre de Cristo. Este milagro-signo sería casi como una representación adelantada de la redención. Una redención en que habrá un vino que nadie había probado antes, y que es una verdadera fiesta de bodas, porque todo lo que reina ahí es el amor. Y a este nuevo banquete de bodas están invitados especialmente sus seguidores y de forma particular la Virgen María. Cuando narre Juan la crucifixión de Jesús también subrayará que de su costado brotó sangre y agua; esto ocurre en la última escena de la Redención. Y hay ahí una alusión del agua convertida en vino, que es la primera escena de la obra de la Redención. San Juan subraya por eso, que el milagro de las bodas de Caná es el primer signo que hizo Jesús.

Pero además hay muchas más consideraciones que podemos sacar de esta escena cargada de simbolismo. Jesús transforma el agua en vino. Esto está adelantando todos los milagros “invisibles” que se realizan en cada sacramento, y en cada uno de ellos hay una transformación, como la del agua en vino. En el sacramento del bautismo, es el agua corriente que adquiere una fuerza salvadora y purificadora, que antes no tenía: es un agua transformada por la presencia de Jesús. Y lo mismo pasa en cada sacramento, y especialmente en la Eucaristía, donde hay además la transformación de la misma sustancia del pan y del vino. Pero en todos los sacramentos hay algún tipo de transformación del material empleado, y en todos se produce por la presencia y la intervención de Cristo. Podríamos decir así que cada sacramento es una especie de “bodas de Caná”.

Es muy importante también destacar los aspectos humanos de Jesús que aparecen en su actuación en el milagro. Primero su cercanía con los hombres y con su vida: Jesús presente en una fiesta de bodas. Estará igualmente presente en cada actividad que desarrollen los hombres, siempre. En toda actividad podemos tener presente a Jesús. Además el detalle de hacer un milagro generoso: aproximadamente seiscientos litros de vino y del mejor vino. Y podríamos añadir que Jesús hace un milagro casi innecesario ¿qué cosa importante estaba de por medio? Simplemente se trata de una manifestación de su bondad y de su interés por todas las circunstancias de los hombres.

Junto con esto hay también que pensar que el milagro no se habría producido sin la colaboración de los sirvientes y su obediencia a lo que Jesús dice. “haced lo que El os diga” (que les dijo la Virgen). Jesús transforma todo, todo lo llena de un sentido nuevo, pero a nosotros nos toca poner nuestra colaboración, sin la cual Jesús no quiere actuar, aunque pudiera,  poniendo a su disposición nuestra docilidad a su palabra.

Otra cosa que es notable es la presencia de la Virgen. Porque entre otras cosas, es el único milagro del Evangelio en que consta que ella estuvo presente. Como meditábamos más arriba es la primera escena (por así decirlo) de la Redención. Y María está presente en ella, de la misma forma que estará en la última escena, cuando ella esté presente al pie de la Cruz, donde se estará realizando esa “boda tan especial” de su propio Hijo. María tiene el papel de intercesora: ella no hace el milagro, pero es la “promotora” del milagro. Ella, al pie de la Cruz acompaña a Jesús en nuestra salvación y se compromete con cada uno, al aceptarnos como hijos: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

Y finalmente la presencia de los apóstoles. Ya serán sus compañeros siempre, pero debe instruirles en la fe. Su fe la irá construyendo Jesús en ellos poco a poco, con su palabra, con su vida y con las manifestaciones de su poder; es lo que San Juan dice en la narración del milagro: y los discípulos creyeron en El. Así podrán ser ellos en el futuro de alguna manera la presencia continuada de Jesús en la vida de la Iglesia.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.


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Homilía del Bautismo de Jesús, Domingo 13 de Enero del 2013


"Bautizados en el Espíritu"

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Is 42,1-4.6-7; S. 28; Hch 10,34-38: Lc 3,15-16.21-22



Con su bautismo Jesús comienza el tiempo de su vida que dedica a exponer su doctrina, el significado de su misión y formar  a sus discípulos, que continuarán y completarán su tarea. La división de la vida de Jesús en infancia, vida pública y muerte y resurrección es secundaria. No debemos  olvidar que el estado actual de Jesús es el de adulto y resucitado, administrando su poder a la derecha del Padre y alimentando, iluminando y dirigiendo su Iglesia y a los que hemos creído en Él y queremos seguir sus pasos.

Pero el “seguir sus pasos” no consiste en un mero mimetismo externo. Sería además imposible. Las cosas que utilizamos nosotros y las formas de producirlas y usarlas son hoy distintas. Se trata de transformar el corazón, el espíritu, el interior nuestro. Esto sí es posible. Podemos dar una limosna a quien lo necesita, sanar o ayudar a sanar a un enfermo, compadecer a un triste, orar por nosotros o por otros. En todas estas cosas la forma de hacerlas es diferente, pero la intención y la actitud del corazón, puede ser semejante a la de Jesucristo. Y de esto se trata, cuando hablamos de seguir a Jesucristo, de conformar nuestro espíritu según la palabra y modelo de Jesús.

Los cuatro evangelios presentan a Jesús como en una película. No teorizan sobre su doctrina y sus obras, sino que reproducen y narran sus palabras y obras con la máxima fidelidad a lo que fueron. Apareció Juan Bautista en el desierto de las riberas del Mar Muerto por donde pasaba el camino más transitado desde la Galilea a Jerusalén; anunciaba la próxima llegada del Salvador, que la gente esperaba en aquel tiempo de un momento a otro; exhortaba a prepararse con la penitencia y conversión y bautizaba a los que la aceptaban. Tras algún tiempo, que no parece fuera largo, vino Jesús. Juan lo reconoce como el Mesías. Queda primero perplejo, pero Jesús le convence. Juan bautiza a Jesús, ambos ven al Espíritu Santo descender en forma de paloma, Jesús es lleno del Espíritu Santo, se oye una voz del cielo: “Tu eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. A continuación Lucas pone toda la genealogía hasta Adán, mostrando así que toda la historia humana confluye en Él, que es el cabeza de la humanidad regenerada. Y empezará a exponer su historia subrayando que partía del Jordán “lleno del Espíritu Santo” y “movido por el Espíritu” (Lc 4,1).

La primera lectura nos recuerda una de las cuatro profecías del libro de Isaías sobre la figura del Siervo, que se realizaría en Jesús. Él mismo lo afirmó al comentar otra en su visita a Nazaret. En ellas el Siervo es previsto como “mi siervo a quien sostengo, mi elegido a quien prefiero, sobre quien he puesto mi Espíritu”.

En la segunda lectura oímos lo que Pedro decía cuando admitió en la Iglesia a los primeros paganos. Fue un momento clave para la Iglesia y para Pedro. Hablaba de “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo”. Fue entonces cuando el Espíritu Santo descendió sobre aquellos gentiles y San Pedro comprendió que no podía hacer cosa mejor que admitirlos en la Iglesia y bautizarlos: “¿Cómo no bautizar a quienes recibieron el Espíritu Santo lo mismo que nosotros?” (Hch 10,47).

El bautismo que nosotros hemos recibido, no fue el de Juan sino el de Jesús, “que es más fuerte que Juan” y bautiza “con Espíritu Santo”. Este bautismo es el que hemos recibido nosotros, es el bautismo con el que fueron bautizados el día de Pentecostés los discípulos y todos los que se arrepintieron de sus pecados y creyeron en Cristo (v. Hch 2,38-41).

Cristo recibió en su bautismo al comienzo de su vida pública una gran infusión del Espíritu Santo, porque su presencia en la humanidad de Cristo era necesaria para que fuese un instrumento dócil y transparente para la misión y obras del poder de Dios. Era un poder que nunca habían visto. ¿Quién es éste? Porque su palabra no es como la de los rabís, tiene autoridad cura, resucita, expulsa demonios, no, no es como la de los maestros de Jerusalén.

Nosotros, aunque como en frágiles vasos de arcilla, también llevamos, sin embargo, el Espíritu Santo. Junto al perdón de los pecados, se nos ha dado en el bautismo. Y ese Espíritu está también llamado a obrar en nosotros las obras de Cristo. Incluso Jesús dijo que haríamos obras mayores que las que Él mismo había hecho (v. Jn 14,12).
Me sospecho que  algunos de ustedes piensan que exagero y que para eso habría que tener la fe de personas como Teresa de Calcuta o Juan Pablo II. “El justo vive de la fe” (Ro 1,17). Todos podemos vivir más de la fe. No hace falta sentir nada especial. Vivir de la fe no es sino hacer lo que sabemos que quiere Dios ahora de nosotros. Agradecer sus favores, pedirle la ayuda necesaria para hacer su voluntad, que ahora nos resulta difícil. Pedirle que intervenga en las cosas normales de nuestra vida para hacerlas bien. Pedirle gracia para llevar nuestra cruz grande o pequeña de cada momento. Vivir de la fe es hacer con amor aquello que Dios nos pide en cada momento con amor, con amor a Dios y con amor al prójimo. La vida se convierte así en un tejido de acción y de oración, de obras y de gracia.

María, la Madre de los creyentes, es la gran maestra para ello. Con su ejemplo y su ayuda maternal haremos más y más de nuestra vida un servicio a nuestro Dios.



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Bautismo de Jesús

P. Adolfo Franco, S.J.


Lucas 3, 15-16.21-22

El Bautismo de Jesús, es toda una revelación de su persona y de su misión.
Con este domingo termina el ciclo litúrgico de Navidad.



Este hecho de la vida de Cristo, su bautismo en el Jordán, tiene un gran significado, y la Iglesia nos lo pone en este domingo, con que se cierra el ciclo de Navidad, como complemento de la adoración de los Magos, como una nueva epifanía, o manifestación del Señor.

La narración escogida para este ciclo litúrgico es la de San Lucas. Primero no está de más recordar que el bautismo que Jesús recibió de Juan Bautista, no es el bautismo sacramento, que recibimos nosotros. Jesús es el que instituyó los siete sacramentos, y por tanto el bautismo de Juan Bautista no era el sacramento. Este rito del bautismo que Juan practicaba (y que se practicaba en otros grupos religiosos) era algo puramente simbólico y que expresaba la voluntad de arrepentimiento y era a la vez una súplica a Dios pidiendo pureza interior. Ciertamente sorprende que Jesús acudiera a recibir este tipo de bautismo junto con todos los hombres arrepentidos que acudían a Juan Bautista, como si El tuviera necesidad de esta purificación.

Otra cosa que destaca en esta narración es que Jesús se ponga por debajo de Juan Bautista, cosa que sorprende a éste mismo. Jesús recibiendo de otro (Juan Bautista) la gracia del bautismo de los pecadores. Todo esto muestra la sencillez de Cristo, su humildad, la realidad de la Encarnación (en todo semejante a nosotros excepto en el pecado), y muestra a la vez cuál sería el camino que El iba a seguir para obrar nuestra salvación; un camino de sencillez, sin ninguna búsqueda de brillo o de poder.

Aparte de esta manifestación del Jesús sencillo y humilde, hay en esta escena una manifestación del misterio de la Santísima Trinidad. Entre las novedades que nos trae la enseñanza de Jesucristo, una central es la plenitud de la revelación sobre Dios. En el A.T. hay una revelación progresiva de Dios, con algunas manifestaciones; pero ahora en el N.T. Cristo nos va presentar la plenitud de la revelación de lo que es Dios: primero con lo que El es (Cristo es imagen visible del Dios invisible), y segundo con lo que El dice: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo; Dios es amor. En esta escena tenemos una de las más claras revelaciones de la Trinidad, con presencia activa del Padre, que señala al Hijo y con el Espíritu en forma de paloma.

Este hecho de la manifestación de la Trinidad en el Bautismo de Jesús, podría entenderse como el paso ya de lo antiguo a lo nuevo: Juan Bautista va a dejar el paso a Jesús: lo viejo cede ante lo nuevo: “conviene que El crezca y que yo disminuya”. Con Cristo viene la plenitud de todo lo que antes estaba incoado; antes todo eran promesas, y ahora todo llega a su cumplimiento. Dios había estado enviando al mundo mensajeros, profetas, pero al llegar la plenitud de los tiempos nos ha enviado a su propio Hijo.

También en este momento comienza una nueva etapa de la vida de Jesús; ha acabado el silencio de la infancia, y ahora llega el momento de actuar. Treinta años de preparación silenciosa, van a dar paso a tres años de intensa labor. Con esta escena se le dice a Jesús que ha llegado el momento de manifestarse al mundo. Aquí es investido Jesús de su vocación misionera; ahora tendrá que transmitir el mensaje, tendrá que establecer el grupo de los doce, pondrá los fundamentos de la Iglesia que continuará su misión, deberá recorrer los caminos haciendo el bien y curando a todos de sus dolencias, y llegará a su culmen con el Misterio Pascual que El realizará en su totalidad, y que nos dejará en la riqueza sacramental de la Iglesia.

Y con esta riqueza sacramental nos dejará nuestro sacramento del Bautismo, que nos configura con Cristo. Porque la salvación consistirá básicamente en hacerse semejantes a Cristo, y con el Bautismo todos recibimos su sello, nos hacemos otros Cristos.

Ciertamente es una manifestación importante la que se realiza en el Bautismo de Cristo, y que completa la primera manifestación a los Magos venidos del oriente.


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Agradecemos al P. Franco SJ por su colaboración.
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Jesús de Nazaret - 6º Parte

P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA


3. Elección de Pedro. Fundamentos del Primado


En la lectura de los Evangelios Simón Pedro fue preferido por Jesús a los demás apóstoles en distintas ocasiones. Esto es tanto más extraño cuanto que humanamente eran otros quienes estaban más cerca­nos a Jesús por parentesco humano, por otro lado Pedro no había demostrado ninguna cualidad especial para merecer la tal preferencia. El hecho de que Pedro obtuviera una duradera preferencia dentro del cír­culo de los apóstoles es un impenetrable misterio fundado en la libre sabiduría y designio de Dios, para el que no hay explicación posible.

En los evangelios Pedro aparece desde el principio como el que dirige la conversación, como el primero que habla, así: Mc 8, 29; Mt 18, 21; Lc 12, 41 En la lista de los apóstoles siempre es citado el primero Mc 3, 16-19; Mt 10, 1-4. Es Pedro quien quiere retener a Jesús cuando se escapa a la soledad. Lc 5, 1-11. Su importancia especial se expresa también en la fór­mula "Pedro y los suyos", Lc 9, 32. Junto con Santiago y Juan pertenece al círculo de los más íntimos de Jesús, Mt 5, 37; 9, 2; 14, 33.

El pasaje más claro en el que se ve que Cristo distingue a Pedro con la preferencia del Primado es Mt 16, 13-20 : "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tu eres "Cephas" = piedra", y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella".

Hay otros dos textos que confirman la vocación especial de Pedro sobre el grupo de los doce. Lc 22, 31-32: "Simón, Simón, mira que Satanás ha solicitado el poder cri­baros como trigo, pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallez­ca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos". Y en Jn 21, 15-17: "Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas más que éstos?. Le dice él : Sí, Señor tú sabes que te quiero, Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas. Vuelve a decirle por segunda  vez ... y por tercera vez ... apacienta mis corderos".


3.1. Poder de Pedro y Misión

El poder de Pedro es expresado con un triple símbolo:
  • Pedro es el fundamento firme de la Iglesia (Cephas = Piedra)
  • El poder de las llaves. Símbolo de que Pedro representa en la tierra al Señor y propietario de la casa, a Cristo.
  • El poder de atar y desatar.

3.1.1. Pedro, fundamento de la Roca = Piedra: 
Volvemos, una vez más al texto de Mt 16, 13,-20. Pedro debe ser el fundamento rocoso de la Igle­sia para que la Iglesia no sea vencida por las puertas del infierno. El primer grado de interpretación de lo que Cristo dice a Pedro con­siste en atribuirle el papel de fundamento rocoso de la nueva comuni­dad querida por Cristo. Cristo usa el símbolo de edificar; quiere construir o edificar una Iglesia. Jn 2, 19; Mc 14, 58. Para que la edifica­ción hecha por Cristo tenga duración y consistencia, para que sea sus­traída a la ley de la caducidad su fundamento debe ser cimiento de "roca = piedra".

3.1.2. El poder de las llaves: 
Hemos dicho que las llaves son el símbolo de Pedro que representa en la tierra al Señor y propietario de la casa, a Cristo. Mediante la entrega de las llaves Pedro es constituido en ple­nipotenciario de Cristo. El que tiene las llaves tiene poder para disponer, tiene autoridad para permitir o prohibir la entrada. El ad­ministrador de la casa, el encargado de llaves debe decidir lo que está bien, lo que está permitido y lo que está prohibido conforme al orden establecido por Dios.

3.1.3. El poder atar y desatar: 
Lo que Cristo dice a Pedro bajo la ima­gen de atar y desatar lo dice también a todos los apóstoles en Mt 18. 18: "Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cie­lo". Sin embargo, hay que tener en cuenta que, según Mt 16, 18: "Y yo a mi vez te digo que tú eres "Cephas = Piedra"  Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia ...", se lo dice sólo a Pedro. Evidentemente a todos los apóstoles les compete lo que compete a Pedro, pero a Pe­dro le compete de manera especial. Tres cosas implica la expresión: "atar y desatar".
  • Excluir de la comunidad creyente o readmitir en ella.
  • Imponer una obligación o eximir de ella.
  • Declarar una cosa prohibida o permitida, según la circunstancias.

Cuando Pedro fue llamado como administrador de la casa de Dios, para ejercitar el poder disciplinar en la casa de Dios y mantener en ella el orden de vida, tenía que estar en situación de decidir lo conve­niente y lo inconveniente al orden de la casa de Dios. El poder disci­plinar tiene, por tanto, en su base el poder de enseñar. Por lo tan­to podemos decir que la Iglesia es a la vez la casa, el órgano, mani­festación e instrumento del Reino de Dios. Pedro tiene poder de ex­cluir, admitir a esta comunidad, y admitir y excluir en la Iglesia es admitir y excluir en el Reino de Dios.





Continuará.


Para las entregas anteriores acceda al índice de FORMACIÓN AQUÍ.
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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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ESPECIAL DE NAVIDAD

"Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor" Is 9,2.
El Señor es generoso. Abrámosle el corazón y confiemos en Él. Feliz llegada del Señor. José Ramón, S.J. 
Invitamos a acceder a nuestras publicaciones sobre Navidad AQUÍ.



Homilía del Domingo de Epifanía, 06 de Enero del 2013

"Levántate, ha llegado tu luz"

P, José Ramón Martínez Galdeano. S.J.

Lecturas: Is 60,1-6; S 71; Ef 3,2-6; Mt 2,1-12



Los Magos eran los sabios de su tiempo. En todas las antiguas culturas conocidas el curso de los astros y los sueños eran modos normales de intentar conocer el futuro para tomar decisiones. En Roma basta consultar una historia para conocer, por ejemplo, cómo ningún general afrontaba una batalla sin consultar a los astros y de forma parecida se actuaba en decisiones políticas. Además la esperanza mesiánica de los judíos del nacimiento de un niño maravilloso que establecería una gran paz en el mundo estaba muy difundida. El mismo poeta latino Virgilio, expresando su esperanza en su Égloga 4ª, es Testigo. En la región de los magos los judíos llevaban tiempo y habían logrado gran influjo. No es extraño que unos sabios, interesados por todos los saberes, supieran de las promesas mesiánicas judías. Es, pues, probable que en un fenómeno estelar no común y ayudados de la divina gracia dedujeran que había nacido el Mesías del que los judíos y sus escrituras hablaban. Nosotros lo que sabemos del hecho es lo que San Mateo nos cuenta en la perícopa de hoy.
Es un hecho y también un misterio. Por él nos revela Dios que Jesús no viene para salvar sólo a los judíos, sino a todos los hombres, también a los pueblos paganos. Esta verdad ya se profetizó antes de Jesús, como se nos dice en la primera lectura, y se abre paso definitivo con Jesús. Pertenece a las verdades esenciales cristianas desde el principio: Cristo ha venido a salvar a los hombres todos de sus pecados. Todo el que crea en Jesús se salvará, el que no crea será condenado (Mc 16,16).
Es verdad muy viva en la conciencia de la Iglesia. La Iglesia es la Jerusalén a la que ha llegado la luz que es Cristo; vienen a ella sus hijos desde lejos; vienen a ella en camellos y dromedarios, trayendo incienso y oro y proclamando las alabanzas del Señor. El título de la fiesta de hoy viene de una palabra griega que significa “manifestación”, La salvación, el Salvador, Jesús se manifestó como tal. Nada más nacer, el Salvador se manifestó a los pastores, se manifestó al anciano Simeón, a la anciana Ana, y también a los magos de una región remotísima. Los pastores representan a los pobres y sin cultura, Simeón y Ana a los ancianos y desvalidos, en los magos podemos ver a los paganos. El misterio de los magos que llegan a Jerusalén del otro lado del desierto, que no son judíos ni descienden del patriarca Abrahán, pero a los que llega la noticia de modo maravilloso y se ponen en marcha hasta encontrar al “Rey de los judíos” que acaba de nacer, nos dice que Cristo ha venido a salvar a todos los hombres y que Dios llama a todos al conocimiento de la Verdad para que, creyendo, sean salvos.
Para esto ha fundado Cristo a la Iglesia. Y esta es la misión de la Iglesia. Dios quiere de veras que todos los hombres se salven y, por tanto, de una manera, maravillosa muchas veces pero siempre eficaz, llegará su acción salvadora a cada hombre. Por eso la oración y los sacrificios por la salvación de todos los hombres y de los pecadores nunca dejan de ser escuchados por Dios.
Háganlo así todos los días y eduquen a sus hijos a hacerlo desde que den sus primeros pasos en la fe. Que no falte en ninguna familia cristiana la oración por la conversión de los no católicos y de los pecadores.
 Recuerdo el caso de una santa mujer anciana, muy consciente de vivir ya los últimos años de su vida, inútil para todo lo que los hombres consideramos como útil, me manifestaba que ofrecía todo y oraba de continuo por el Papa y la Iglesia y pensaba que para eso le mantenía Dios en vida, porque “es muy necesario orar por el Papa y por la Iglesia”. Esto, desde la fe, sí que es calidad de vida. Esto es lo que la Iglesia –decía el Papa Pablo VI– no puede dejar nunca de hacer: llevar la noticia de Jesús y de su perdón. Es una cualidad, una dimensión, una forma de vida que todo cristiano tiene que incluir.
No se conformen Ustedes con creer y hacer unas cuantas obras buenas. Hay muchos a su alrededor que necesitan que se les diga que Jesús ha nacido para su salvación. San Pablo, cuando se despide de la vida y de su discípulo querido Timoteo, le pide que lo diga con oportunidad y sin ella. Este mes, hacia la mitad, del 18 al 25, seremos convocados a orar y ofrecer sacrificios por la unión de los protestantes que creen en Cristo pero están separados de la Iglesia. De alguna manera todos somos responsables de que todos los hombres vean la estrella de Jesús.
De alguna manera todos podemos ver la estrella de Jesús. Dando con frecuencia gracias a Dios porque nos ha ayudado en un problema grande o pequeño, hemos tenido una buena inspiración, algo ha sucedido que nos recuerda la bondad del Señor, o la conciencia nos hace caer en la cuenta de que en algo o con alguno no hemos procedido bien y pedimos perdón…son muchas las luces que nos dirigen en el camino hacia Jesús. Como ven, no es tan difícil, con la gracia de Dios, llevar una vida de alta calidad cristiana.
Porque además nosotros contamos con la estrella de la fe y del Magisterio de la Iglesia. La memoria no sólo recuerda sino que también olvida. Aunque el fiel normal debe tener cuidado y consultar oportunamente, para mantener fresca y operativa la fe, es importante leer buenos libros. Ayudan a hacer lo de María: meditaba en su corazón lo que veía y oía a Jesús.


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La estrella de Belén - Epifanía del Señor


P. Adolfo Franco, S.J.


Mateo 2, 1-12

A todos nos guía una estrella hacia Jesús; hay que saber descubrirla y seguirla, como los Magos.



Este hermoso episodio de la manifestación de Jesús recién nacido a unos personajes venidos del oriente, es una señal de que la salvación que empieza a realizar este Jesús niño, es una salvación para todos los pueblos, para todas las naciones. Aquí estamos incluidos todos nosotros que pertenecemos a los pueblos que no eran el pueblo judío. Y estas naciones extranjeras (así llamaban los judíos a todos los demás) están representadas por estos misteriosos personajes, venidos de muy lejos y que vienen a adorar al Salvador. Y esto porque han visto su estrella lejos, que les invitaba a seguirla, para encontrar y adorar al recién nacido Rey de los Judíos.

Además de este mensaje de salvación universal, este párrafo del Evangelio de San Mateo nos da a nosotros muchas lecciones personales. Saber descubrir la estrella y seguirla; es todo un panorama, y un programa de vida. El mundo está poblado de estrellas, o sea de signos, que hay que saber ver. Hay quienes los ven y quienes no los ven, quienes no saben descubrir el sentido que hay en las cosas, como si dijéramos “el alma de las cosas”. Si supiéramos ir más allá de los límites de la visión de las cosas, del mundo y de los acontecimientos, descubriríamos que detrás de las apariencias monótonas y poco significativas de la rutina diaria, hay  un mundo de estrellas, de mensajes.

Cuántos contemporáneos de estos personajes que vienen a Belén, habrían visto la misma estrella. A la mayor parte no les dijo nada, para éstos que sí supieron ver, la estrella era un llamado a ponerse en camino. Y la estrella les fue guiando por el camino. Y tenemos claramente señalado en el texto evangélico, que este hecho se le manifiesta también a Herodes, y a sus consejeros, y no supieron ver el mensaje. No sólo lo ignoraron, como otros, allá en el pueblo de los magos, sino que además se enfrentaron a la estrella, y quisieron destruir al Mesías señalado por ella.

¿O será que en algunas vidas privilegiadas sí aparece una estrella, y en la mayor parte de las vidas no aparece nunca una estrella? Así podemos pensar a veces, cuando leemos biografías de los santos que descubrieron una vocación porque el Señor los llamó, y ellos quisieron seguir la estrella. Pero sabemos que no es así, que todos tenemos una misión especial en este mundo: unas veces será más llamativa esta llamada, otras veces menos. Pero en todas nuestras vidas aparece una estrella.

Y después hay que tener la voluntad decidida de seguirla por los caminos que sea, aunque esos caminos no sean fáciles, y aunque a veces pensemos que estamos perdidos y sin rumbo como les pasó a los magos, que al final no veían la estrella por ninguna parte. La vida humana sería así un camino hacia Dios. Convertir la vida en un camino continuo, guiados por una estrella, que nos señala a Jesús, como a los Magos.

Buscar a Dios en todas partes y en todas las circunstancias. Y saberlo descubrir allí donde está. Los magos lo descubrieron en un pequeño pueblo: Belén. Y lo descubren ahí, porque los sabios de Israel les enseñan las Escrituras. Así la Biblia se nos convierte en una guía infalible para el camino, cuando no hay estrella, como los magos que recurren a quien sabe leer la Sagrada Escritura, para indicarles el camino donde se encuentra a Jesús recién nacido.

Y en Belén la estrella los guía de nuevo, y encuentran a un niño en brazos de su madre. Ese es el Rey de los judíos. Hacía falta una vista especial, para que esos hombres acostumbrados seguramente a tratar con gente importante, con reyes y príncipes con grandes palacios, supieran ver en este niño indefenso y pobre, en brazos de una mujer sencilla y pobre, al Mesías esperado. Estos son también para nosotros otros tantos indicios para que hagamos un descubrimiento verdadero del Señor, que nos llama por medio de nuestra estrella: descubrirlo en la pobreza y en brazos de la Virgen. Qué duda cabe que el mejor camino para descubrir al Señor es su propia Madre; como los magos que encontraron al Rey, como un niño en brazos de su Madre.


Ver la estrella, descubrir su mensaje y seguirla, es la enseñanza personal que nos dejan estos misteriosos personajes que caminaron desde muy lejos para adorar al Niño y ofrecerle sus dones.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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