Si el Grano de Trigo no muere...

P. Adolfo Franco, S.J.

Reflexión del Evangelio del Domingo V de Cuaresma

Juan 12, 20-33

La Iglesia, nosotros, somos la cosecha que ha obtenido un Grano de Trigo, Jesús muerto y sepultado en nuestra tierra.



El Evangelio de San Juan que se lee en este domingo nos trae tres afirmaciones de Jesús sobre la esencia misma de su misión salvadora, sobre el misterio que ardía en su intimidad:

"Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto"

"Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre"

"Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí".


Jesucristo es consciente de su misión y del modo trágico en que se va a realizar esa misión. Y ante esta tragedia nos hace entrever cuáles son sus sentimientos (mi alma está agitada). Pero sobre todo quiere revelarnos el sentido de esta tragedia: Va a ser elevado como un despojo, pero también como un estandarte: y así será un imán que atraerá a todos los que sienten la necesidad de ser salvados. El va a morir, como un grano de trigo, pero va a convertirse en un hermoso e inacabable campo de trigo lleno de doradas espigas.

El plan de salvación es difícil de entender, porque el paso hacia la salvación, es a través de la muerte: una muerte que es no sólo término de la existencia biológica, sino muerte de todo en El: sus sentimientos quedan triturados, aparentemente todo desemboca en un fracaso, muere su éxito; todos los componentes de su personalidad, de sus deseos, mueren, y muriendo se convierten en fuerza incontenible de fecundidad.

Es sepultado en la tierra como una semilla. Y esta es una visión que da además hermosura y armonía a esa tragedia del Calvario. Nunca nuestra tierra ha recibido en sus surcos una semilla más promisoria. Nuestra tierra, esta tierra que nos recibe, sobre la que habitamos, en la que nos movemos y que nos alimenta, ha sido enriquecida por esta siembra, y regada con ese río de vida que es la persona misma del Hijo de Dios. Felicidad a esta tierra que ha sido santificada con la presencia creadora de esta hermosa semilla, de este grano de trigo.

Jesucristo va conscientemente a este encuentro con la madre tierra, que es el término pleno de una encarnación, en cuyo comienzo Jesús fue sembrado en otra tierra, la tierra hermosa del seno de María.

Y va a cambiar completamente los colores, y los sentidos: el sufrimiento de Cristo será la gloria (Padre, glorifica tu nombre). La muerte será una explosión de la vida (si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna). ¡Qué diferente modo de entender la vida, y de entender el triunfo! Esto está sobre todos los cálculos, sobre todas las previsiones económicas: trasciende de un salto todo nuestro pequeño horizonte aritmético.

Y así se convierte en lo más atractivo que un ser humano lleno de ideales puede soñar. Nosotros, a veces no lo sabemos, pero en el fondo de nuestro corazón hay una atracción a este Jesús que se entrega sin cálculos, para ser la prenda cierta de que Dios nos ama, que es nuestro Padre, y que nos quiere salvar: o sea nos quiere llevar a una inimaginable felicidad: "estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros" (Rom. 8, 18).



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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