Homilía: Ser perfectos - 7º Domingo (TO) A




P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Lev 19,1-2.17-18; S 102; 1Cor 3,16-23; Mt 5,38-48

Con la perícopa de hoy acaba el primero de los tres capítulos que San Mateo dedica a la larga exposición que hace del Sermón de la montaña.

Este fragmento algunos de ustedes se habrán dado cuenta de que tiene un claro sabor semítico o judío –los judíos descienden de Sem, el hijo de Noé– por las hipérboles, contraposiciones y paralelismos. Esta forma de explicación es típicamente hebrea. El evangelista habla el arameo o hebreo, lo que confirma que Mateo es el autor de este evangelio como dice la tradición; muestra también que se ha esforzado por transcribir las palabras de Jesús con la máxima fidelidad posible y que el destino de su catequesis son cristianos de cultura hebrea, como también dice la tradición. La túnica y la capa eran prendas de uso normal; forzar a acompañar parte del camino llevando una carga era un derecho de los correos reales persas. Las alusiones a estos detalles son huellas que confirman que estamos en tiempos de Jesús y de que la perícopa fue pronunciada por él.

El sentido es claro: el discípulo de Jesús no sólo no hiere ni de obra ni de palabra, sino que, aun en el caso de ser ofendido, no se venga, es más perdona el mal recibido.

El “ojo por ojo y diente por diente” es muy anterior a los tiempos de Jesús como principio de administración de justicia. Es común en las legislaciones más antiguas de Oriente y está ya 1800 años a.C. en el código de Hammurabi y de aquí fue adoptado por otras legislaciones penales, entre ellas la del Éxodo. Se la designa como “la ley del talión” y significó un avance jurídico frente a la costumbre hasta entonces vigente de la venganza personal. Posteriormente su crueldad fue atenuándose en la misma legislación israelita. Aquí no se trata de una ley penal para el estado, sino de introducir entre los hombres un nuevo comportamiento humano, la nueva moral del reino. Cristo establece un principio antitético de conducta personal, cuando se es ofendido: sufrir y aguantar con paciencia. Sin embargo hay que evitar el malentendido de aplicar esta doctrina a la justicia administrada y garantizada por el Estado. Cierto que si el Estado, cuya primera obligación es garantizar el orden de la justicia y el libre ejercicio de los derechos, “castigase” a los violadores de modo que con impunidad los violasen aun más gravemente, el desorden social sería insoportable y los males superarían incluso a los causados por las violaciones de los criminales. No se trata de las relaciones de estado—criminales, sino entre particulares. Se trata de conflictos interpersonales y de los límites del derecho a la defensa y la venganza ante el mal que el prójimo me causare.

Sobre el mandato “Amarás a tu prójimo” en la escritura no se añade “y aborrecerás a tu enemigo”. Pero sucedía que los judíos entendían en general como prójimo sólo a los demás judíos y, a lo sumo, a los extranjeros que habían adoptado la religión de Israel. A los paganos los despreciaban (v. Ef 2,14-16). Jesús, en cambio, no sólo prohíbe que se les odie ni trate mal, sino que manda que se les ame y que se pida a Dios por ellos, para que les bendiga y les haga partícipes de sus dones y amor. Y eso aunque su conducta no sea la que Jesús avala sino que se porten mal y aun en el caso de que les persigan. Y lo dice no como algo de supererogación, que supera obligaciones, sino que es un deber; el cristiano ha de amar a sus enemigos y rezar por ellos. Su dignidad de hijo de Dios le obliga, pues debe ser como su Padre y el Padre hace salir el sol y llover sobre todos ellos, sin distinguir entre buenos y malos. El argumento es desde luego conmovedor: nada de ira ni afán de castigos para con los pecadores. Somos todos hermanos e hijos del mismo Padre y como tales debemos portarnos.

Y lo reafirma con otros argumentos: primero, que amar sólo a los amigos y saludarles carece de valor moral, no demuestra virtud. Lo hace todo el mundo; los mismos publicanos, que tienen el alma podrida por el afán de dinero y roban lo que pueden; y hasta los paganos idólatras y adoradores de dioses que no son y esclavos de cualquier vicio. ¿Para eso vienen a escucharme y oírme hablar de Dios y dicen buscar el Reino de Dios?. No se engañen—parece decirles—. “Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto”. La perfección moral del Reino exige el amor al prójimo y prójimo lo es todo hombre; también el extranjero; más aun también el enemigo que les ha ofendido y ofende; también el publicano y el pagano. Y precisamente, según la palabra misma de Jesús, la perfección moral solo aparece clara cuando llega a la caridad con el publicano y el pagano, es decir con quien no se tienen lazos ni razones humanas para hacerle el bien, sino al contrario.

Al fin del discurso dirá Jesús que tal conducta es caminar por la senda acertada, dar los buenos frutos, que prueban que el árbol, el corazón, está sano, y construir sobre roca (v. 5,13-20.24-24).

Esta doctrina nos ha de llevar a todos a examinarnos a fondo. En nuestras relaciones diarias, dada nuestra fragilidad, molestamos y nos molestan fácilmente con palabras, actitudes, gestos. Roces, discusiones, agresiones y disputas comienzan y se dan con frecuencia; cualquier cosita nos hiere y no sabemos perdonar ni humillarnos; no sabemos amar sobre la marcha en la familia, en el trabajo, en los grupos eclesiales, entre los mismos amigos; no somos perfectos. Pero si nos esforcemos por serlo, la vida normal de cada día a lo cristiano nos da la oportunidad de ser sal y luz, de hacernos perfectos e hijos de nuestro Padre. Hemos de pedirlo a Dios continuamente, hemos de seguir corriendo hasta alcanzarlo (v. 1Cor 9,24).


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