Homilía: Solemnidad de Todos los Santos





Lecturas: Ap 7,2-4.9-14; S.23; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12 

¡La salvación es de nuestro Dios y del Cordero!

P. José Ramón Martínez Galdeano jesuita 

Hoy y mañana la liturgia nos recuerda importantes verdades de fe. Hoy es la de que todos hemos sido hechos santos por el bautismo, que además estamos invitados por Dios hasta grados altos de santidad y que el mismo Dios nos ofrece los medios para ello. Mañana nos recuerda la verdad de fe de que las almas de quienes murieron en la paz de Dios, pero no totalmente purificados, lo están siendo en el Purgatorio y pueden ser ayudados por nosotros ofreciendo oraciones y sacrificios.

Una muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos, gritan con voz potente: ¡La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono y del Cordero! (Ap 7). Son tantos los santos que de modo heroico han practicado en su vida el Evangelio que el calendario no tiene al año días suficientes para festejarlos. Por eso ha optado por la idea de celebrarlos a todos juntos en la solemnidad de hoy. La gracia de Dios, la fuerza del Espíritu, la acción de Cristo en la Iglesia siguen siendo capaces de generar santos y lo serán hasta el final. Todos estamos invitados a ser santos y el Concilio Vaticano II nos lo recuerda; la fiesta de hoy nos está recordando también que nosotros tenemos la posibilidad de formar un día parte de esa multitud, que alaba a Dios en el Cielo por toda la eternidad: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque Le veremos tal cual es” (1Jn 3,2).

La devoción a los santos nos da luz sobre las múltiples y variadas formas de la realización concreta del Evangelio a lo largo de la historia. Los santos nos enseñan que en las condiciones más diversas es posible con la ayuda de la gracia de Dios practicar el amor a Dios y al prójimo, y nos motivan a ello. Los santos son el Evangelio vivido. Por eso el ejemplo y la lectura de las vidas y escritos de los santos tienen efectos muy favorables para sacudir la pereza espiritual, convirtiendo a los pecadores (como por ejemplo en el caso de San Ignacio de Loyola), poniendo de relieve la fuerza de la gracia de Dios, iluminando el camino de la virtud y dando fuerzas para llevar la propia cruz. La lectura de las vidas de santos vienen a ser ya una práctica de las virtudes, porque, al sintonizar y admirar aquellos actos heroicos, los desea también hacer y este ejercicio viene a ser como una especie de gimnasia de las virtudes. Así como en la subconsciencia, como ha descubierto la sicología, queda la huella de los actos moralmente malos que en el futuro propician otros igualmente malos, también se imprime en la misma subconsciencia, el influjo de la admiración, deseo de imitación y fortalecimiento de las virtudes y ejemplos que se han admirado y gozado en la lectura de los santos. Es por eso importante la lectura de las vidas de santos para sostener y aumentar el deseo de imitarlos y de seguir más de cerca a Jesucristo.
Por fin los santos son intercesores ante Dios y la experiencia continua de la Iglesia está demostrando que Dios se complace en hacer milagros continuos por medio de ellos. No olvidemos que cada beatificación supone un milagro claro e irrefutable y lo mismo cada canonización. El Señor se complace en manifestarse grande en sus santos. Es bueno pedirles favores de cosas de este mundo, pero no olvidemos de pedir sobre todo la luz y la gracia que necesitamos para imitarles en su entrega a Dios.
Pero además de los santos ya canonizados y beatificados, recordamos hoy a la multitud de todos aquellos que a través de todos los siglos y gracias a los méritos de Cristo ya alcanzaron el premio. Tal vez pasaron por el Purgatorio, pero ahora están ya en la presencia de Dios en el Cielo. Ya están en la bienaventuranza. A muchos los hemos conocido y tenemos motivos serios, y aun muy serios, de que murieron en Dios y por tanto se han salvado. Ellos están en la Bienaventuranza y, con todos los demás santos, son capaces de ofrecer a Dios nuestras oraciones y de apoyarlas con su intercesión. Tal vez es el papá, la mamá, esposo o esposa, hijo, una persona santa que te ayudó en esta vida en tu camino para conocer y amar más a Dios. De no pocos nos consta de la solidez de su fe y de su espíritu de sacrificio. Tenemos abundantes y suficientes señales de su salvación, de que están ya en el Cielo. Podemos pedirles ayuda. Naturalmente estoy hablando no sólo de peticiones de bienes temporales, sino también y sobre todo de bienes espirituales. Verán cómo les ayudan.

Por fin también las almas del Purgatorio están ya salvadas, aunque estén purificándose para llegar a la Bienaventuranza eterna. los que todavía caminamos con esfuerzo y confianza. La Iglesia siempre ha orado por estas personas desde los primeros siglos, ha ofrecido misas y otras obras buenas. Sigamos haciéndolo. La Iglesia nos da ejemplo. En todas las misas, en las oraciones que siguen a la consagración del pan y del vino, se ora por todos los difuntos: “Acuérdate también de nuestros hermanos, que durmieron con la esperanza de la resurrección (se refiere a los difuntos bautizados), y de todos los difuntos (son todos los demás que se salvaron con el bautismo de deseo, por caminos que no conocemos, pero que son reales): Admítelos —pide la Iglesia— a contemplar la luz de tu rostro” (Plegaria euc. 2ª).

Pero además también ellos pueden interceder por nosotros. Son amados de Dios, están ya salvados, forman parte de la Iglesia, la Iglesia purgante. Dios los mira con amor y complacencia, la Iglesia aprueba la devoción a las almas del Purgatorio y por tanto es bueno y provechoso pedir la ayuda de su intercesión.

Con toda esa inmensidad nos reunimos en cada misa y desde el Cielo o el Purgatorio nos contemplan y oran para que un día estemos en su compañía. También esto lo pìde la Iglesia: “Ten misericordia de todos nosotros, y así, con María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas” (Plegaria euc. 2ª)

No marchamos solos. Vamos en camino. “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, es puro como puro es Él” (1Jn 3,2-3).
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