Homilías - Palabras de vida eterna - Domingo 21º TO (B)





P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.†

Lecturas: Jos 24,1-2.15-18; S.23; Ef 5,21-32; Jn 6,61-70


Tal vez les extrañe; pero yo encuentro aplicable este evangelio a no pocas verdades de nuestra fe. Aquellas gentes, al menos no pocos de ellos, habían escuchado al Señor el día anterior hasta el cansancio, porque nadie en Israel hablaba como aquel hombre (Jn 6,46); les había dado de comer con cinco panes y dos peces; por eso habían pretendido proclamarlo rey (Jn 6,15). Ahora, al escuchar que les va a dar el pan del cielo que será su cuerpo (Jn 6,53-58), muchos rompen la baraja. En el texto del evangelio se indica que, a consecuencia de las palabras de Jesús, “muchos discípulos” le abandonaron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”

Ciertamente no se trata de los Doce discípulos, sino de muchos considerados como tales, que seguían con interés y aun avidez sus enseñanzas. Se ve por el comentario del final del evangelio de hoy: “Desde entonces muchos discípulos suyos se retiraron y ya no andaban con él”. Esos muchos no son de los Doce, pues ellos seguirán todavía con el Maestro; incluso Judas todavía –estamos a un año de la pasión– aunque sí manifiesta el texto inmediatamente que Judas ya está gravemente herido por la decepción y Jesús lo conoce.

Aquellos “seguidores” de Jesús no pudieron creer algo tan maravilloso como la promesa de la Eucaristía. La verdad es que superaba, y con mucho, sus expectativas. Les hacía falta fe, mucha más fe. Jesús alude inmediatamente a ello remitiéndoles a su poder como Dios. Lo hace de forma no del todo clara, pero lo hace: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne de nada sirve... Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”.

Para creer en esta gran promesa. Para creer, maravillarse y agradecer ésta y otras magníficas realidades que nos manifiesta Dios y nos ha dado y dará, necesitamos que Dios nos las manifieste y que con la fe las conozcamos. Y es necesaria la acción gratuita de Dios, la gracia. Ya hemos hablado otras veces de la necesidad de la gracia de Dios para la fe y, por tanto, para conocer el mensaje, el valor, la grandeza, la maravilla de los dones de Jesús, de todo eso que llamamos nuestra fe. Nos referimos con este lenguaje al conjunto de realidades que a la Iglesia vienen de Jesús y ella propone a los hombres, a los fieles, a nosotros en primer lugar, para que, creyendo, las disfrutemos y nos hagamos dueños –digamos– o sea que entremos en posesión de ellas. A ese conjunto llamamos “la fe de la Iglesia”. Su posesión por cada uno la hacemos por la fe, nuestra fe de cada uno, el acto de fe con que las creemos, las vivimos y hasta, a veces al menos, las sentimos.

Este acto de creer nuestro, esta fe nuestra, aceptando como verdad la palabra de la Iglesia, la palabra de Jesús, la palabra revelada, es totalmente necesario y es condición para disfrutar de esos bienes que la fe revela, captar su grandeza y su importancia, admirarlos en su belleza y subyugarnos por ser muestras del amor infinito de Dios.

Es lo que dice Jesús: “El Espíritu es quien da vida; la carne de nada sirve". “El justo vive de la fe” (Ro 1,17). El que entra en esta iglesia como en un museo o un antiguo templo inca o griego, no entiende nada. Los cristianos no hemos construido iglesias para hacer arte sino para acercarnos y comunicarnos con Dios. El arte de nuestras iglesias es para que nos ayude a despertar la fe, dar a entender que este lugar es especial, que aquí está Dios presente y obra como sólo puede obrar Dios. La carne no sirve de nada. Es el Espíritu, es la fe, eso es lo que da vida.

Tener fe es reaccionar como Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. El Concilio enseña que cada bautizado está consagrado a Dios. Por el bautismo, habiendo muerto y resucitado con Cristo, participamos de su vida de resucitado. Por ello nuestros actos, si obramos con esa vida, es decir motivados por la fe, son actos que Cristo obra en nosotros y desde nosotros, son actos de Cristo, actos sagrados, y, por eso, nuestra vida está consagrada con Cristo a Dios. Así toda acción humana, sazonada con la fe, adquiere el sabor, el brillo, la calidad de una obra de Dios. A esto llama el Concilio sacerdocio común, distinguiéndolo del sacerdocio llamado ministerial, de los presbíteros (v. L.G. 10 y otros). Todos somos sacerdotes, porque obrando desde la fe ofrecemos a Dios el mundo que tocamos y lo santificamos. Es el sentido que tiene la gota de agua que el sacerdote echa al vino y se convertirá en la sangre de Cristo.

Vivamos de la fe en primer lugar en la misa, la lectura de la Biblia, la oración, los diversos sacramentos, los actos de caridad y servicio; pero también en todo lo demás, en la vida entera: el trabajo, el estudio, las relaciones sociales, las actividades de descanso, en todo. Porque cualquier cosa que un cristiano toca con fe la santifica y –dice el Concilio– que la consagra.

Así por ejemplo, cuando te confiesas, toma conciencia de aquello que te está impidiendo asemejarte más a Cristo, amarle más, verle más en los demás, perdonar sus defectos y fallos, vivir tu mismo en plenitud y alegría tu fe y pídele perdón a Él porque todavía no le testimonias con fuerza suficiente y aumenta tu esperanza de que va ayudar a mejorar.

Cuando vienes a misa procura concentrarte en la presencia de Dios en cuanto entras en el templo; escucha la palabra como de Dios; únete a un pueblo consciente de sus pecados haciéndote consciente tú de los tuyos, necesitado de Dios para muchas cosas; cuando cantas, oras, te unes a la oración que todos hacen por el sacerdote que preside, te arrodillas, inclinas o paras, te sobrecoges al oír las palabras de la consagración, comulgas y haces de tu cuerpo un sagrario vivo, la fe es lo fundamental.

Y mucho ayudan para vivir la fe en la vida los esfuerzos que tenemos que hacer para aguantar las molestias normales o fuertes de la vida: una palabra desagradable, una ayuda que se me pide, una palabra molesta que me la trago, una sonrisa cálida que expresa mi afecto y buena voluntad… A veces, por enfermedad u otras contingencias, el sufrimiento se hace muy duro. Al creyente esas circunstancias le llaman a vivir más intensamente la fe.

Entonces, viviendo del Espíritu, brotan del corazón las palabras de San Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”, que nos amas infinitamente y nos preparas el premio del ciento por uno.


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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog




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